domingo, 3 de noviembre de 2013

Ringo Starr.

Nací el 7 de julio de 1940 en el número 9 de Madryn Street, Liverpool 8. Había una luz en el extremo del túnel que yo debía alcanzar, y así fue como salí, así fue como nací. Hubo gritos de alegría. Mi madre solía decir que la Segunda Guerra Mundial se produjo porque nací yo. No sé a qué se refería, jamás comprendí el significado de esa frase, pero eso decía. Supongo que era la única forma en que podía celebrarlo. Quién sabe, igual es cierto.

No recuerdo la guerra ni las bombas, aunque causaron graves destrozos en Liverpool. Teníamos que correr a ocultarnos cada dos por tres, según me han contado, nos ocultábamos en la carbonera que había en el sótano (parecía un armario). Recuerdo los inmensos boquetes que había en la calle, donde antes se alzaban edificios. Más adelante, de niño, jugaba entre los escombros y los refugios antiaéreos.
Mi primer recuerdo es el de pasear en cochecito. Iba con mi madre, mi abuela y mi abuelo. No sé dónde nos hallábamos, pero debía ser una zona rural, porque nos perseguía una cabra. Todos se asustaron mucho, y yo también, por supuesto. La gente corría y gritaba porque nos perseguía un animal.

Siempre hemos sido personas sencillas, pobres, de clase obrera tanto por parte paterna como materna. La madre de mi madre era muy pobre. Tenía catorce hijos. Se rumorea que mi bisabuela tenía bastante dinero, y que alrededor de la casa había una verja cromada. Bueno, al menos relucía. Puede que me haya inventado ese dato. Ya sabe lo que ocurre: uno sueña cosas, o tu madre te cuenta unas historias, y acabas creyendo que las has visto con tus propios ojos.

Mi verdadero apellido es Parkin, no Starkey. Mi abuelo se llamaba Johnny Parkin. Cuando la madre de mi abuelo volvió a casarse, lo cual era bastante escandaloso en aquellos tiempos, lo hizo con un tal Starky, de modo que mi abuelo pasó a apellidarse también Starkey. (Yo encargué que me hicieran el árbol genealógico en los sesenta, pero sólo pude remontarme dos generaciones. Tuve que acudir a mi familia para averiguarlo, pero no querían decir nada por temor a que se enterara la prensa).

Mi padre era panadero; creo que así es como se conocieron mis padres. Él trabajaba confeccionando pasteles, de modo que durante la guerra siempre tuvimos azúcar. Cuando cumplí tres años mi padre nos abandonó. A partir de entonces mi madre y yo nos quedamos solos, hasta que ella volvió a casarse, cuando yo tenía trece años. 
No recuerdo bien a mi padre. Sólo lo vi unas cinco veces después de que se marchara de casa, y nunca me llevé bien con él porque mi madre me había lavado el cerebro para convencerme de que era un cerdo. Me daba rabia que se hubiera marchado. Más tarde sentí una rabia más intensa cuando me sometí a una terapia de rehabilitación, cuando me encaré conmigo mismo y mis sentimientos. Yo creía haber resuelto ese problema de niño, pero lo único que había conseguido era sepultar mi rabia. 

Mi madre me había enseñado que había que resignarse. Fuimos la última generación de quienes nos decían: “hay que pechar con las desgracias.” Uno nunca exteriorizaba los sentimientos.
Durante un tiempo mi madre no dio pie con bola. El abandono de mi padre le causó gran dolor y aceptó cualquier trabajo, por humilde que fuera, con tal de poder darme de comer y vestirme. Hizo de todo: de camarera, de fregona y de dependienta de un comercio de alimentación. Al principio vivíamos en una casa enorme con tres dormitorios, pero no podíamos permitirnos el lujo de seguir allí cuando mi padre nos dejó. Éramos de clase obrera, y  en Liverpool, cuando un padre te abandonaba pasabas a ser de clase obrera baja. De modo que nos mudamos a una casa de dos dormitorios, uno para mi madre y otro para mí. Había sido declarada en ruinas diez años antes de que nos instaláramos, pero vivimos allí veinte años. Nos mudamos de una calle a la siguiente, desde Madryn St a Admiral Grove. 
Recuerdo la casa de Admiral Grove, la cual tampoco tenía jardín. En un rincón del patio estaba el retrete; nunca dispusimos de un cuarto de baño. Pero era nuestro hogar y a nosotros nos parecía perfecto.

Puesto que mi padre nos había abandonado, a mi me criaron mis abuelos y mi madre. Lo curioso es que los abuelos eran los padres de mi padre. Me querían mucho y se ocupaban de mí. Eran fantásticos. También me llevaban de vacaciones. Mi abuela era una mujer corpulenta que se llamaba Annie y mi abuelo era un hombre menudo. Cuando se tomaba unas copitas y se metía en algún lío, mi abuela se arremangaba, adoptaba una pose de  boxeo y decía: “¡No me hables en ese tono, Johnny! ¡Ven aquí, sinvergüenza!” Era una mujer de armas tomar, una superviviente nata. También era la reina del vudú en Liverpool. Cuando me ponía enfermo mi madre me envolvía en una manta y me llevaba a casa de mi abuela, para que me curara. Mi abuela tenía dos remedios para todo: una cataplasma de pan y una bebida caliente. Todos me cuidaban y mimaban, era el centro de atención. Era hijo único, siempre fui el centro de atención de mi familia.

Mi abuelo era muy aficionado a las carreras de caballos. Tenía un sillón en el que se sentaba siempre. No se movió de él durante toda la guerra. Nunca fue a refugiarse, aunque los ladrillos de su casa volaran por los aires. De niño todo mi afán era sentarme en ese sillón. 
La muerte de mi abuelo fue uno de los momentos más tristes de mi vida. Yo tenía diecinueve o veinte años. Lo enterraron y fue un día tristísimo. A partir de entonces decidí que prefería que incineraran mis restos; no quiero someter a nadie al terrible rito de cavar una gran fosa y enterrarme en ella. Yo aguanté hasta ese instante. No lloré hasta que hubieron sepultado a mi abuelo, y entonces me vine abajo.

La escuela de St Silas ocupa un lugar importante en mi memoria. Recuerdo con exactitud el primer día, o quizás se deba a que mi madre me lo ha contado muchas veces. Estaba ubicada en nuestra calle. En aquellos días tus padres te acompañaban hasta la puerta y decían: “Hala, que te vaya bien.” De aquel día retengo en la memoria un edificio enorme, el edificio más grande del planeta, un millón de chicos jugando en el patio y yo, que por cierto estaba atemorizado. A la hora del almuerzo regresé a casa; en aquella época los niños podían andar solos tranquilamente por la calle. Al parecer regresé y dije: “Nos han dado fiesta.” A mi estilo infantil quise decir: “Las clases han acabado por hoy, mamá.” Ella me creyó hasta que vio a los otros chicos regresar a la escuela después de comer. “Ya te estás yendo para el colegio”, dijo. No recuerdo haber disfrutado nunca en la escuela. Siempre hacía novillos; sólo asistí unos cinco años.

Cuando tenía seis años y medio contraje una grave peritonitis. Se me reventó el apéndice; fue un drama tremendo. Estábamos todos en casa y yo me moría de dolor; de modo que estaba rodeado por toda mi familia. Vino a verme el médico y de pronto unas personas me tomaron en brazos, me colocaron sobre una camilla, me instalaron en una ambulancia y me trasladaron hasta el hospital. Antes de ponerme la anestesia me preguntaron: “¿Quieres algo?” y yo repuse: “¿Puedo beber una taza de té?” “Podrás tomártela cuando salgas del quirófano.” Me dieron una taza de té al cabo de diez semanas, que fue lo que tardé en recobrar el conocimiento. Fue una operación grave, especialmente en aquellos días. A mi madre le repitieron tres veces que yo no viviría hasta la mañana siguiente. Eso fue muy duro para ella, y más tarde comprendí por qué se mostraba tan posesiva conmigo. Tuve mucha suerte de salir vivo de aquello. Nunca olvidaré el día en que se presentó mi padre en el hospital: se quedó de pie, con una agenda en la mano, porque faltaban pocos días para mi cumpleaños (estaba a punto de cumplir siete), y me preguntó: “¿Qué quieres que te regale, hijo?” y anotó todo lo que le dije en su agenda. No volví a verlo hasta al cabo de muchos años. No me hizo ni un puñetero regalo. Mi padre no era uno de mis personajes favoritos.

Permanecí en el hospital un año y luego estuve bastante convaleciente, de modo que no regresé a la escuela hasta al cabo de dos años. En aquella época no podías recuperar curso. Iba siempre retrasado respecto a mis compañeros. No tuve un maestro que me dijera: “Yo te ayudaré, hijo.” Siempre iba retrasado. Me convertí en el gracioso de la clase y me hice amigo de los chicos más fuertes para que me protegiesen. Empecé a odiar la escuela con toda el alma y comencé a hacer novillos. Mi madre me enviaba todos los días a la escuela, pero yo me iba a dar un paseo por el parque con un par de chicos. Redactábamos unas notas disculpando nuestra ausencia, pero siempre se daban cuenta de que lo habíamos escrito nosotros, porque estaban llenas de faltas.

No aprendí a leer hasta los nueve años. Mi madre no podía ocuparse de enseñarme porque tenía que trabajar, pero lo hizo la chica que me cuidaba. Sé leer, pero no sé escribir correctamente; escribo fonéticamente. Lamento no haber aprendido de niño, pues me ha impedido ampliar mis conocimientos. Yo no aprendí latín. John aprendió latín y pintura.

Liverpool era una ciudad lúgubre y deprimente, pero los niños que vivíamos allí lo pasábamos en grande. Tenía un grupito de tres niños que íbamos juntos a todas partes. Hacíamos de detectives, de vaqueros y estudiábamos en la misma escuela; éramos amigos íntimos. Aquello constituyó mi mundo hasta los once o doce años. Las zonas bombardeadas eran un paraíso. Para nosotros constituían un inmenso campo de juegos. “Nos vemos donde las bombas”, decíamos.
Íbamos a todas partes andando. Mis amigos y yo no teníamos dinero para el autobús. Yo no tuve una bicicleta hasta más tarde. Mi madre me compró una de segunda mano. 
De niño me había trazado muchos planes. Quería ser vagabundo, porque se dirigían a todas partes andando, aunque también siempre quise ser marino mercante y recorrer el mundo en un barco. “Quiero conocer muchos sitios y comprarme una silla para montar a camello.” Yo pertenecía al Sea de los Scouts, o exploradores marinos. Practicábamos en una sala de adiestramiento y jugábamos con rifles; era muy emocionante. A mí me expulsaron porque me fugué con un rifle. Jamás vi un barco. En realidad siempre acababan echándome de todas partes.

Tenía algunos juguetes, por supuesto. Siempre me hacían tantos regalos como mi madre y mis tías y tíos podrían comprarme. Me gustaba cambiar mis juguetes con los otros niños. Siempre quería lo de los demás. Nunca me sentía satisfecho con lo que tenía.

Al cumplir doce años me trasladé a la escuela secundaria, pero seguí haciendo novillos. El mayor recuerdo que guardo de Dingle Vales es el almuerzo. 
Estaba a media hora de distancia a pie.
Siempre andábamos metidos en alguna pelea. Si te zurrabas con un chico y le hacías daño, al día siguiente te esperaba en la puerta de la escuela con un tiarrón, que te dejaba inconsciente en el suelo o te zarandeaba y metía el miedo en el cuerpo. Me habría gustado tener un hermano mayor que sacudiera a los cabrones que me pegaban. Pero como no tenía padre ni hermano mayor, mi madre me defendió en muchas ocasiones.

Harry, mi padrastro, entró en escena cuando yo tenía once años. Trabajaba de pintor y decorador. Me hacía reír, me compraba cómics y entendía mucho de música. Le gustaba hablar de música conmigo, pero no me imponía sus criterios. Era un buen tipo. Todos los animales y los niños le querían. Harry me enseñó a ser amable.
Yo quería mucho a Harry, y a mamá también. Un día me dijeron que iban a casarse. “¿Qué te parece?”, me preguntó mi madre. Yo estuve furioso durante un tiempo, porque tenía trece años;  pero sabía que si me oponía, mi madre no se casaría. Respondí: “Me parece bien”, porque Harry era un buen hombre.

Fue un gran día cuando desapareció el racionamiento, aunque eso no significó que pusiésemos comprar todo lo que nos apeteciera, pues no teníamos dinero. En realidad, el racionamiento no nos afectó a los pobres.

Cuando cumplí trece años empecé a ver las cosas con más claridad. Liverpool me parecía una ciudad lúgubre y sucia; estaba impaciente por marcharme, por vivir en un lugar con jardincito. Tengo una afinidad con el color verde, el mar y el espacio. Siempre he necesitado tener vistas a una gran amplitud. Creo que eso debe ser la claustrofobia que me producía Liverpool. Sigo siendo algo vagabundo. Trato de controlarme, pero el instinto es más fuerte que yo.

A los trece años contraje pleuresía. Liverpool era un caldo de cultivo de tuberculosis, especialmente donde vivía yo. Debido a ello me ausenté durante mucho tiempo de la escuela, y al final enfermé de tuberculosis. Pasé un año en un invernadero. La segunda vez que estuve en el hospital tendría trece o catorce años, estaba en la pubertad, y cuando las enfermeras nos daban un beso de buenas noches nos poníamos cachondos. 
Había dos salas separadas por una mampara; las chicas ocupaban una y los chicos otra. Había mucha pasión en aquella zona del hospital. Por las noches los chicos nos dirigíamos al pabellón de las chicas para tratar de toquetearlas. Yo esperaba durante horas para tocar una teta.
Yo averigüé lo relativo al sexo a una edad muy temprana, en dos ocasiones. Dos niñas dijeron a su madre que yo les había quitado las bragas y les había mirado y tocado sus partes. En aquel entonces yo tenía ocho años. Éramos niños, sólo mirábamos y tocábamos, lo natural a esa edad. Era como vivir en una granja. Teníamos un amigo cuya hermana nos dejara que la tocáramos. Era lo único que hacíamos, mirar y tocar, y reírnos.
Perdí la virginidad cuando tendría unos dieciséis años. Fue muy curioso: dos chicas y un amigo mío. Lo hicimos en un parque, sobre la hierba, con la música de la feria de fondo. Fue muy emocionante. A esa edad, cuando lo haces por primera vez, ya no quieres dejar de hacerlo. Yo no pude sacarme esa experiencia de la cabeza durante mucho tiempo.

Antes de ingresar en el hospital por segunda vez, cuando me dirigía a la escuela pasaba por una tienda de música pequeña. En el escaparate había guitarras, banjos, acordeones y mandolinas, pero lo que más me llamaba la atención era la batería. Todas las mañanas cuando iba y regresaba de la escuela me paraba a contemplarlo. Costaba 26 libras, una fortuna.
Empecé a tocar el tambor en 1954, en el hospital, donde nos daban clases de música para entretenernos. Formaba parte de la banda del hospital. Permanecí en la cama durante diez meses, de modo que había que hacer algo para entretenerse: o eso o hacer media. Allí es donde empecé a tocar en serio. A partir de entonces era lo único que quería hacer, tocar la batería.
También por aquella época, a la salida del hospital, empecé a escuchar música. A los catorce años me compré mis tres primeros discos.

Me compré mi primer instrumento, un gigantesco bombo. En aquellos días organizábamos muchas fiestas. Yo golpeaba mi bombo y les volvía locos, pero como era un niño me lo permitían.
A los quince años yo cantaba en el coro a cambio de un poco de dinero.

Después de los trece dejé los estudios. Un día fui a recoger un documento que confirmaba que había asistido a la escuela, para poder cobrar el paro hasta que me ofrecieran un trabajo. Así que fui allí y dije: “Disculpe, ¿pueden darme el papel que demuestra que he cumplido quince años y he estudiado en esta escuela?” Después de mirar en sus archivos respondieron: “Tú no has estudiado aquí.” Yo insistí: “Les aseguro que sí.” Por fin encontraron la inscripción, pero lo cierto es que no recordaban que yo hubiera estudiado allí. 
Luego, al cabo de los siete u ocho años, cuando ya triunfábamos como The Beatles, en mi escuela organizaron una fiesta en la que exhibieron “mi” pupitre y cobraron a la gente por poder sentarse en él. No creo que distinguieran mi pupitre de los otros.

Me aterrorizaba la idea de que me llamaran para cumplir el servicio militar. Por esa razón me hice aprendiz de mecánico. Un día a la semana asistía a la escuela y el resto del tiempo trabajaba. Fue allí donde conocí a Roy Trafford. Nos hicimos muy amigos. Todavía lo somos. Él y yo íbamos a pubs y luego al The Cavern.
A Roy y a mí nos gustaba el mismo tipo de música, especialmente el rock. Éramos unos teddy boys. Limábamos las arandelas del cinturón, que constituían un arma muy peligrosa. Estábamos todos locos. Algunos teddy boys ocultaban hojas de afeitar detrás de las solapas, de modo que si alguien le agarraba de la solapa se cortaba los dedos. Nos metíamos en peleas territoriales. Yo no acuchillé ni maté jamás a nadie, pero a mí me apalizaron varias veces, generalmente los mismos tipos con los que andaba. Era terrible. Yo he visto a gente perder los ojos; he visto a gente acuchillada; he visto a tíos machacar a otro con un martillo.

Un buen día decidí abandonar todo eso, cuando empecé a tocar. Roy y yo queríamos ser músicos, no nos interesaba la vida de pandilla. La música me obsesionaba, y gracias a Dios a los diecinueve logré dejar esa vida.

Cuando un familiar de Harry murió, Harry fue a Romford y vio que había una batería en venta por 12 libras. Toda la familia aportó dinero y Harry me la regaló por Navidad. Era una batería magnífica. Practicar en casa era imposible por el ruido, así que la única forma que tenía era  uniéndome a un grupo. Yo trabajaba en la fábrica y a la hora del almuerzo tocábamos para nuestros colegas en un sótano. Luego empezamos a tocar en sitios donde nos daban consumiciones gratis. Tocamos en varias bodas.

Me convertí en un músico semiprofesional. De día trabajaba de aprendiz y por las noches tocaba la batería. Mi carrera comenzó en esa época, pasando por Rory Storm, Tony Sheridam y con The Beatles. Toqué con muchos grupos.
Rory Storm and the Hurricanes me parecían geniales. Fueron los primeros en Liverpool que se dedicaron por completo al rock.
Yo no sabía si Rory había escuchado a otros baterías, pero el caso es que pasé el examen y me incorporé al grupo. Es curioso porque le causé la misma impresión que después de The Beatles. Cuando me presenté a la audición presentaba un aspecto un poco chocante.

En Liverpool el lugar más importante para tocar era el The Cavern. Cuando llegamos allí nos pitaron y nos tacharon de traidores porque se suponía que éramos un grupo de skiffle. Sonábamos más rock.

[…]

Una tarde, poco antes de trasladarnos a Butlins, fuimos a Jacaranda, un local de Liverpool. Por las noches solía tocar allí una banda de percusión, pero aquella tarde había tres tipos tocando la guitarra. Rory, Johnny Guitar y yo entramos a echar un vistazo. Yo los conocía: eran John y Paul, que estaban enseñando a Stuart a tocar el bajo. Nosotros éramos los profesionales y ellos unos jóvenes que luchaban por hacerse un nombre en la música. Yo no tenía una imagen de ellos en la cabeza. En aquellos días no eran más que un grupo de principiantes. 
La razón por la que Rory Storm and the Hurricanes hubieran constituido en su momento el grupo más destacado de Liverpool se debía a que todos llevaban trajes idénticos. Posteriormente Brian Epstein hizo lo mismo con The Beatles.
En Liverpool lucía siempre muchos anillos y la gente a veces decía: “¡Eh! ‘Rings’.” Yo me llamaba Richard, de ahí pasó a Ritchie… y a Rings. Cuando nos cambiamos el nombre decidí llamarme Ringo. Al principio pensé en llamarme Ringo Starkey, pero no sonaba bien, de modo que corté el nombre por la mitad y añadí una "r".




Hice mi aprendizaje con Rory Storm; éramos unos profesionales auténticos.

Era lo que yo hacía mientras John, Paul y George se afanaban en ocupar un hueco en el panorama musical. A Rory y a mí nos iba tan bien que la primera vez que nos ofrecieron actuar en Hamburgo, rechazamos la oferta. Pero en otoño de 1960 fuimos a tocar a Alemania y allí es donde conocí a The Beatles
A propósito, ¿qué fue de esos chicos?...

sábado, 2 de noviembre de 2013

George Harrison.

Nací en Liverpool en el 12 de Arnold Grove, en febrero de 1943. Mi padre había sido marino, pero en aquel entonces conducía un autobús. Mi madre procedía de una familia irlandesa llamada French y tenía montones de hermanos y hermanas. Ella era católica. Mi padre no y, aunque siempre nos decían que si no eras católico pertenecías a la iglesia anglicana, él no parecía pertenecer a ninguna parte.
Yo tenía dos hermanos y una hermana. En realidad no guardo muchos recuerdos de ella en aquella época; se marchó cuando tendría unos diecisiete años. Se fue a estudiar para maestra y ya no volvió.
Mi abuela materna vivía en Albert Grove, al lado de Arnold Grove, así que cuando era pequeño podía salir por la puerta trasera de mi casa y pasar a la suya por las cancelas traseras (en Liverpool las llamaban “jiggers”). Me quedaba allí cuando mi madre y mi padre estaban trabajando. Mi abuelo paterno, a quien nunca conocí, era constructor y había construído muchas de las casas eduardianas de Liverpool donde vivían los médicos y profesionales liberales. En aquellos tiempos se construía bien. Quizás el interés por la arquitectura me venga por mi abuelo. Me gusta ver edificios bonitos, ya sea una casita de campo con el techo de paja o la estación de St Pancras. 
Siempre he pensado que la vida es lanzarse e inventar oportunidades, hacer que pasen cosas. Nunca pensé que algún día no pudiera vivir en una gran mansión, por el hecho de ser de Liverpool.

Mi casa era muy pequeña. Todos nos apiñábamos en la cocina, donde había fuego, la tetera a punto y un pequeño hornillo de hierro. Gran parte del jardín estaba pavimentado, había un lavabo detrás y, durante un tiempo, un pequeño gallinero donde teníamos gallitos. De la pared del patio colgaba una tina de zinc que llevábamos dentro y llenábamos de agua hirviendo. Así nos bañábamos. No había cuarto de baño: nada de jacuzzis. 
Mi primer recuerdo es el de estar sentado en un orinal en lo alto de las escaleras haciendo caca y haber gritado: “¡ya está!”. Guardo otro recuerdo de cuando era muy pequeño, el de una fiesta en la calle. Había refugios antiaéreos, bancos y mesas, y la gente estaba sentada por allí.

En aquellos días había mucha animación en Liverpool. El Mersey era muy importante, con todos aquellos transbordadores y los grandes buques procedentes de América o de Irlanda. El día que me marché de Liverpool (en 1963) aún quedaban grandes solares llenos de escombros por impactos directos de la guerra. 
Cuando ibas de compras, veías a la gente reunida en algún solar mirando a un tipo esposado y encadenado que trataba de escapar de un saco. Siempre había gente haciendo cosas así: el síndrome Houdini.
Los tranvías recorrían las calles adoquinadas, y los cables pasaban por arriba. Para cuando tuve bicicleta, los autobuses habían reemplazado a los tranvías; arrancaron los carriles y asfaltaron las calles.
Guardo recuerdos de ir a comprar con mi madre algún sábado. Me llevaba a casa de señoras mayores que, por lo visto, conocía. No debían de ser tan mayores, pero de niño todo el que pasa de los veinte te parece viejo.

Cuando era muy pequeño entré en los boys scouts, que estaban en una iglesia católica llamada San Antonio de Padua… un viaje un poco largo para llegar a los scouts (tenía que ir volando en Alitalia, la única línea aérea con pelo bajo las alas). 
Tomé la primera comunión a los once años. Pero me libré de lo demás porque en aquel entonces nos habíamos trasladado a Speke.

No me gustaba mucho el colegio. Recuerdo que fui un tiempo al parvulario. No me volvía loco. Me gustaba jugar al fútbol. Creo que todos los niños se creen muy buenos aunque sean unos paquetes. Yo creía que corría muy rápido. John estuvo yendo a Dovedale al mismo tiempo que yo. Jugábamos en el mismo patio, pero yo no lo conocía, seguramente porque era mi primer año y el último suyo.
Speke estaba a las afueras de Liverpool. Quedaba bastante lejos, un viaje en autobús de 40  minutos. Yo me pasaba la vida en la desembocadura del Mersey. La marea bajaba a lo largo de tantos kilómetros que el lecho del tío se convertía en barro. La gente iba en moto arriba y abajo. Yo caminaba horas y horas por los acantilados lodosos del Mersey, y también por los campos y los bosques. Me gustaba estar al aire libre.
Había maridos que abandonaban a sus mujeres, y mujeres que tenían hijos cada dos por tres. Siempre había hombres vagando por ahí y metiéndose en las casas… para echar un polvo, supongo. Recuerdo que mi madre tuvo que sacar de casa a un tipo que entró soltando tacos y maldiciendo. Ella agarró un cubo de agua y se lo tiró desde la entrada, se metió en casa y cerró la puerta. La cosa se repitió en un par de ocasiones.
Los curas visitaban todas las casas del vecindario para pedir dinero. Nosotros no nos portábamos mal, pero algunas familias eran terribles. Mi padre ganaba siete libras y daba una limosna de cinco libras. 
En aquella época, no vi a nadie en el paro. Probablemente era demasiado pequeño para darme cuenta. En todos los complejos urbanísticos de las ciudades inglesas pasa lo mismo: en una esquina está la iglesia y en la otra el pub. La gente se pone hasta el culo y después va a la iglesia, reza tres avemarías y un padrenuestro y deja cinco libras en el platillo. A mi todo aquello me resultaba muy ajeno. No las vidrieras ni las imágenes de Cristo, eso me gustaba mucho, y el olor a incienso y velas. Lo que no me gustaban eran las gilipolleces. Después de hacer la comunión se suponía que tenía que confirmarme, pero pensé: “no voy a molestarme, ya me confirmaré más tarde yo mismo.”
A partir de entonces dejé de ir a la iglesia.

Tuve una infancia feliz, rodeado de muchos familiares lejanos y muy cercanos. Me despertaba por la noche, salía del dormitorio, me asomaba desde arriba de las escaleras y veía a un montón de gente celebrando una fiesta. No recuerdo qué música sonaba. Seguramente tuvieran puesta la radio. En aquellos tiempos las radios eran las lámparas. Funcionaban con pilas: pilas raras con ácido dentro. Escuchábamos todo lo que sonaba en la radio.
Recuerdo de niño haber escuchado los discos de mis padres. No entiendo a la gente que dice: “sólo me gusta el rock and roll” o “sólo me gusta el blues” o lo que sea. Diría que incluso las porquerías que más odiamos nos han influido en cierto modo, nos guste o no. Puedes oír algo pensando que no te gusta y que no te está influyendo. Pero eres lo que comes, lo que ves, lo que tocas, lo que hueles y lo que oyes. Y te puede afectar de un modo que tú no puedes expresar. A veces piensas que no te ha afectado, pero cuando menos te lo esperas, surge. Creo que, como The Beatles, tuvimos la suerte de estar abiertos a todo tipo de música.

Acababa de dejar Dovedale para ir al Liverpool Institute cuando me ingresaron en el hospital. Me puse enfermo a los doce o trece años, por problemas de riñón. Estuve en el hospital durante seis semanas. Tenía que comer espinacas y cosas asquerosas. Fue entonces cuando pedí mi primera guitarra. Mi padre me la compró. Era una porquería de guitarra, pero para empezar estaba bien. Vi que tenía un tornillo en la parte trasera, y como era curioso, cogí un destornillador y lo quité, y todo el mástil se salió. No pude arreglarlo bien, así que guardé en el armario las dos piezas y las dejé allí. Al final, un año más tarde, mi hermano Pete me la reparó, aunque el mástil quedó cóncavo. 
Mi padre tenía un amigo que tocaba la guitarra y lo llamó por teléfono. Se llamaba Len y tenía una licorería, encima de la que vivía. Los jueves cerraba y mi padre lo arregló para que yo pudiera ir allí cada semana dos o tres horas. Me enseñó canciones y acordes nuevos. Fue muy amable.

En aquella época conocí a Paul McCartney en el autobús, al volver del colegio. Por entonces los autobuses no habían llegado al complejo donde yo vivía, así que tenía que bajar del autobús y caminar veinte minutos para llegar a casa. Paul vivía cerca de la última parada. Así que Paul y yo viajábamos en el mismo autobús, con el mismo uniforme. Descubrí que tenía una trompeta y él se enteró de que yo tenía una guitarra, y nos hicimos amigos. Yo tenía unos trece años. Él debía de andar por los catorce recién cumplidos. Siempre fue nueve meses mayor que yo. Incluso ahora, tras todos estos años… sigue siendo nueve meses mayor.

Ver a los artistas que venían a Liverpool Empire y que llevaban amplificador era lo más emocionante del mundo. Íbamos desesperados tras cualquier cosa nueva. Si estrenaban una película, tenías que verla. Si sonaba un disco, tenías que oírlo, porque había muy poco de todo.

[…]

Cuando tenía catorce años me sentaba al fondo de la clase y me ponía a dibujar guitarras, grandes guitarras “cello” con el agujero en “f” y otras pequeñas y sólidas con la forma recortada. Estaba muy metido en todo eso. Incluso intenté fabricar una guitarra, algo muy audaz por mi parte. En la ignorancia, te atreves a casi todo.
Frustrado, la tiré a la leña y no volví a hablar de ella.
Nunca fui a ser un guitarrista técnico; siempre había alguien que tocaba mejor que yo. No tenía paciencia. Fue un milagro que llegara a hacer algo útil. De jovencito pillaba la guitarra y me ponía a practicar, pero era incapaz de hacerlo durante mucho tiempo; no tenía constancia.

Conocí a Rory (Rory Storm) antes que a The Beatles. Mi primera novia fue su hermana.

Un año, Paul y yo decidimos hacer un viaje en autostop. En aquellos días era un acosa impensable. En primer lugar lo más seguro era que te atracaran antes de atravesar el túnel del Mersey, y en segundo lugar todo el mundo tenía coche y estaba atrapado en algún atasco. No teníamos mucho dinero y nos alojábamos en hotelitos de “cama y desayuno”.

[…]

Paul se trasladó de Speke a Fothlin Road, muy cerca de donde vivía John. Para entonces había comprendido que no podía cantar y tocar la trompeta al mismo tiempo, de modo que decidió comprarse una guitarra. Por aquella época habíamos empezado a tocar y estudiábamos juntos en el instituto, y cuando Paul se mudó seguimos en contacto. Yo podía ir a verlo en bicicleta.

Había un chico en el instituto de Liverpool, un tal Ivan Vaughan, que vivía cerca de John, el que le presentó a Paul. John tenía fama de ser todo un personaje en la escuela donde estudiaba, y él lo sabía. Yo conocí a John algo más tarde (no recuerdo dónde) y me pidieron que me uniera al grupo The Quarry Men. No sé qué impresión me produjo cuando le conocí; me pareció un tío legal.
La madre de John le había enseñado a tocar unos acordes. John tenía una guitarra barata. No sabía que una buena guitarra tenía seis cuerdas. Tocaba acordes de banjo. “¿Pero qué haces?”, le pregunté. John creía que así era como se tocaba la guitarra. Nosotros le enseñamos los acordes e hicimos que pusiera seis cuerdas a su guitarra.
The Quarry Men estaba compuesto por otros miembros que no daban ni golpe, de modo que propuse: “deshagámonos de ellos y me uniré al grupo.” Al final solo quedamos John, Paul y yo. Esa situación duró un tiempo. Tocábamos en bodas y fiestas. En cierta ocasión actuamos en The Cavern.
Yo veía con frecuencia a John, que solía venir a mi casa. Mi madre era muy aficionada a la música y le gustaba que yo quisiera dedicarme a ella. Estaba encantada de que John y Paul vinieran a casa. John tenía ganas de marcharse de la suya porque su tía Mimi era muy estricta. Siempre le ponía en ridículo, y John se rebelaba soltándole palabrotas.

[…]

Paul y yo salíamos disparados del instituto, tratando de disimular que éramos alumnos del mismo. Por las tardes salíamos con John. Pero a veces también nos largábamos a la hora del almuerzo, aunque estaba prohibido. Nos íbamos de tapadillo y en cuanto llegábamos a la esquina nos desprendíamos de buena parte del uniforme escolar y nos dirigíamos a la escuela de Bellas Artes a buscar a John. Allí reinaba un ambiente increíblemente relajado. Recuerdo que la primera vez que conseguí impresionar a John fue cuando me enamoré de una chica que asistía a la escuela de Bellas Artes. Era mona, estilo Brigitte Bardot, rubia, con coletas. El caso es que en una fiesta, conseguí emborrachar a la chica. John se enteró, y a partir de ahí me tuvo más respeto.

Un día me llevaron a ver la construcción de un local, el que iba a convertirse en el Casbah. Allí conocí a Pete Best. Al cabo de unos meses me acordé de Pete y de que tenía una batería, así que le propuse que se uniera a nosotros para poder actuar en Hamburgo.

Paul y yo conocimos a Stuart Sutcliffe a través de la escuela de Bellas Artes. John lo admiraba mucho como pintor. A Stuart le gustaba John porque tocaba la guitarra y era el perfecto teddy boy. Stuart era un tipo legal. Tenía buena planta y transmitía buenas vibraciones, aparte de ser muy simpático. A mí me caía muy bien; siempre fue muy amable conmigo. En ocasiones John se daba ciertos aires de superioridad, pero Stuart nunca nos hizo de menos a Paul y a mí. Empezó a venir para oírnos tocar en fiestas y se convirtió en nuestro fan número uno.

[…]

Cuando me fui del instituto estuve bastante tiempo sin hacer nada. Después de las vaciones de verano, todos mis compañeros reemprendieron sus estudios y yo seguía sin trabajo y sin regresar al instituto. Mi padre nunca tuvo un oficio, pero quería que sus tres hijos ejercieran diversas profesiones. Mi hermano mayor era mecánico, y el segundo trabajaba de chapista y soldador. De modo que mi padre pensó: “George será electricista, y así montaremos nuestro propio taller.” En Navidad mi padre me regaló una caja de herramientas y pensé al abrirla: “Dios, está decidido a que sea electricista.” Esto me deprimió, porque yo no tenía la menor intención de ser electricista. Me obligó a examinarme para acceder a un puesto en el Ayuntamiento de Liverpool, pero suspendí. No lo hice adrede, simplemente suspendí. Fue bastante bochornoso, porque los que trabajaban en el Ayuntamiento no eran precisamente las personas más brillantes del mundo. Al final, conseguí trabajo como aprendiz de electricista, que era lo que deseaba mi padre.

Yo quería ser músico y, aunque nada lo justificaba ni destacábamos por nuestras extraordinarias aptitudes, cuando nos reuníamos los miembros del grupo, el hecho de tocar a tiempo completo nos producía una sensación increíblemente positiva. No sé por qué, pero nos creíamos capaces de comernos el mundo.
Mi padre consiguió una actuación para The Quarry Men en Finch Lane, un sábado por la noche. Era una sala de baile con un escenario y unas mesas, y la gente iba a bailar y a tomarse unas copas. Tocamos en la primera parte durante quince o veinte minutos y luego, en el descanso, nos emborrachábamos. Yo tenía dieciséis años, Paul diecisiete y John dieciocho. Todos nos bebimos cinco copas. Cuando salimos de nuevo al escenario estábamos como cubas. Nos cubrimos de gloria y conseguimos que los asistentes se sintieran incómodos. “¡Me has puesto en ridículo!” me espetó mi padre, furioso.

En diciembre del 1959 nos presentamos a una audición para Carroll Levis, el presentador del programa televisivo Discoveries. No recuerdo que nadie fuera descubierto a través de ese programa, ni que nadie ganara nada. Al final del programa el aplaudímetro indicaba quién había ganado, y a la semana siguiente vuelta a empezar.

Actuamos en Manchester, bajo el nombre de Johnny and the Moondogs. En aquella época John se había quedado sin guitarra. Tocamos “Think it Over” mientras John permanecía de pie en medio del escenario, sin guitarra, cantando y con una mano apoyada en el hombro de Paul y otra en el mío. Paul y yo tocábamos nuestras guitarras, apuntándolas en distintas direcciones, y haciendo el coro. Estábamos convencidos de haber hecho una buena actuación, pero como teníamos que tomar el último tren de regreso a Liverpool no tuvimos tiempo para comprobar si el aplaudímetro nos proclamaba vencedores.