sábado, 2 de noviembre de 2013

George Harrison.

Nací en Liverpool en el 12 de Arnold Grove, en febrero de 1943. Mi padre había sido marino, pero en aquel entonces conducía un autobús. Mi madre procedía de una familia irlandesa llamada French y tenía montones de hermanos y hermanas. Ella era católica. Mi padre no y, aunque siempre nos decían que si no eras católico pertenecías a la iglesia anglicana, él no parecía pertenecer a ninguna parte.
Yo tenía dos hermanos y una hermana. En realidad no guardo muchos recuerdos de ella en aquella época; se marchó cuando tendría unos diecisiete años. Se fue a estudiar para maestra y ya no volvió.
Mi abuela materna vivía en Albert Grove, al lado de Arnold Grove, así que cuando era pequeño podía salir por la puerta trasera de mi casa y pasar a la suya por las cancelas traseras (en Liverpool las llamaban “jiggers”). Me quedaba allí cuando mi madre y mi padre estaban trabajando. Mi abuelo paterno, a quien nunca conocí, era constructor y había construído muchas de las casas eduardianas de Liverpool donde vivían los médicos y profesionales liberales. En aquellos tiempos se construía bien. Quizás el interés por la arquitectura me venga por mi abuelo. Me gusta ver edificios bonitos, ya sea una casita de campo con el techo de paja o la estación de St Pancras. 
Siempre he pensado que la vida es lanzarse e inventar oportunidades, hacer que pasen cosas. Nunca pensé que algún día no pudiera vivir en una gran mansión, por el hecho de ser de Liverpool.

Mi casa era muy pequeña. Todos nos apiñábamos en la cocina, donde había fuego, la tetera a punto y un pequeño hornillo de hierro. Gran parte del jardín estaba pavimentado, había un lavabo detrás y, durante un tiempo, un pequeño gallinero donde teníamos gallitos. De la pared del patio colgaba una tina de zinc que llevábamos dentro y llenábamos de agua hirviendo. Así nos bañábamos. No había cuarto de baño: nada de jacuzzis. 
Mi primer recuerdo es el de estar sentado en un orinal en lo alto de las escaleras haciendo caca y haber gritado: “¡ya está!”. Guardo otro recuerdo de cuando era muy pequeño, el de una fiesta en la calle. Había refugios antiaéreos, bancos y mesas, y la gente estaba sentada por allí.

En aquellos días había mucha animación en Liverpool. El Mersey era muy importante, con todos aquellos transbordadores y los grandes buques procedentes de América o de Irlanda. El día que me marché de Liverpool (en 1963) aún quedaban grandes solares llenos de escombros por impactos directos de la guerra. 
Cuando ibas de compras, veías a la gente reunida en algún solar mirando a un tipo esposado y encadenado que trataba de escapar de un saco. Siempre había gente haciendo cosas así: el síndrome Houdini.
Los tranvías recorrían las calles adoquinadas, y los cables pasaban por arriba. Para cuando tuve bicicleta, los autobuses habían reemplazado a los tranvías; arrancaron los carriles y asfaltaron las calles.
Guardo recuerdos de ir a comprar con mi madre algún sábado. Me llevaba a casa de señoras mayores que, por lo visto, conocía. No debían de ser tan mayores, pero de niño todo el que pasa de los veinte te parece viejo.

Cuando era muy pequeño entré en los boys scouts, que estaban en una iglesia católica llamada San Antonio de Padua… un viaje un poco largo para llegar a los scouts (tenía que ir volando en Alitalia, la única línea aérea con pelo bajo las alas). 
Tomé la primera comunión a los once años. Pero me libré de lo demás porque en aquel entonces nos habíamos trasladado a Speke.

No me gustaba mucho el colegio. Recuerdo que fui un tiempo al parvulario. No me volvía loco. Me gustaba jugar al fútbol. Creo que todos los niños se creen muy buenos aunque sean unos paquetes. Yo creía que corría muy rápido. John estuvo yendo a Dovedale al mismo tiempo que yo. Jugábamos en el mismo patio, pero yo no lo conocía, seguramente porque era mi primer año y el último suyo.
Speke estaba a las afueras de Liverpool. Quedaba bastante lejos, un viaje en autobús de 40  minutos. Yo me pasaba la vida en la desembocadura del Mersey. La marea bajaba a lo largo de tantos kilómetros que el lecho del tío se convertía en barro. La gente iba en moto arriba y abajo. Yo caminaba horas y horas por los acantilados lodosos del Mersey, y también por los campos y los bosques. Me gustaba estar al aire libre.
Había maridos que abandonaban a sus mujeres, y mujeres que tenían hijos cada dos por tres. Siempre había hombres vagando por ahí y metiéndose en las casas… para echar un polvo, supongo. Recuerdo que mi madre tuvo que sacar de casa a un tipo que entró soltando tacos y maldiciendo. Ella agarró un cubo de agua y se lo tiró desde la entrada, se metió en casa y cerró la puerta. La cosa se repitió en un par de ocasiones.
Los curas visitaban todas las casas del vecindario para pedir dinero. Nosotros no nos portábamos mal, pero algunas familias eran terribles. Mi padre ganaba siete libras y daba una limosna de cinco libras. 
En aquella época, no vi a nadie en el paro. Probablemente era demasiado pequeño para darme cuenta. En todos los complejos urbanísticos de las ciudades inglesas pasa lo mismo: en una esquina está la iglesia y en la otra el pub. La gente se pone hasta el culo y después va a la iglesia, reza tres avemarías y un padrenuestro y deja cinco libras en el platillo. A mi todo aquello me resultaba muy ajeno. No las vidrieras ni las imágenes de Cristo, eso me gustaba mucho, y el olor a incienso y velas. Lo que no me gustaban eran las gilipolleces. Después de hacer la comunión se suponía que tenía que confirmarme, pero pensé: “no voy a molestarme, ya me confirmaré más tarde yo mismo.”
A partir de entonces dejé de ir a la iglesia.

Tuve una infancia feliz, rodeado de muchos familiares lejanos y muy cercanos. Me despertaba por la noche, salía del dormitorio, me asomaba desde arriba de las escaleras y veía a un montón de gente celebrando una fiesta. No recuerdo qué música sonaba. Seguramente tuvieran puesta la radio. En aquellos tiempos las radios eran las lámparas. Funcionaban con pilas: pilas raras con ácido dentro. Escuchábamos todo lo que sonaba en la radio.
Recuerdo de niño haber escuchado los discos de mis padres. No entiendo a la gente que dice: “sólo me gusta el rock and roll” o “sólo me gusta el blues” o lo que sea. Diría que incluso las porquerías que más odiamos nos han influido en cierto modo, nos guste o no. Puedes oír algo pensando que no te gusta y que no te está influyendo. Pero eres lo que comes, lo que ves, lo que tocas, lo que hueles y lo que oyes. Y te puede afectar de un modo que tú no puedes expresar. A veces piensas que no te ha afectado, pero cuando menos te lo esperas, surge. Creo que, como The Beatles, tuvimos la suerte de estar abiertos a todo tipo de música.

Acababa de dejar Dovedale para ir al Liverpool Institute cuando me ingresaron en el hospital. Me puse enfermo a los doce o trece años, por problemas de riñón. Estuve en el hospital durante seis semanas. Tenía que comer espinacas y cosas asquerosas. Fue entonces cuando pedí mi primera guitarra. Mi padre me la compró. Era una porquería de guitarra, pero para empezar estaba bien. Vi que tenía un tornillo en la parte trasera, y como era curioso, cogí un destornillador y lo quité, y todo el mástil se salió. No pude arreglarlo bien, así que guardé en el armario las dos piezas y las dejé allí. Al final, un año más tarde, mi hermano Pete me la reparó, aunque el mástil quedó cóncavo. 
Mi padre tenía un amigo que tocaba la guitarra y lo llamó por teléfono. Se llamaba Len y tenía una licorería, encima de la que vivía. Los jueves cerraba y mi padre lo arregló para que yo pudiera ir allí cada semana dos o tres horas. Me enseñó canciones y acordes nuevos. Fue muy amable.

En aquella época conocí a Paul McCartney en el autobús, al volver del colegio. Por entonces los autobuses no habían llegado al complejo donde yo vivía, así que tenía que bajar del autobús y caminar veinte minutos para llegar a casa. Paul vivía cerca de la última parada. Así que Paul y yo viajábamos en el mismo autobús, con el mismo uniforme. Descubrí que tenía una trompeta y él se enteró de que yo tenía una guitarra, y nos hicimos amigos. Yo tenía unos trece años. Él debía de andar por los catorce recién cumplidos. Siempre fue nueve meses mayor que yo. Incluso ahora, tras todos estos años… sigue siendo nueve meses mayor.

Ver a los artistas que venían a Liverpool Empire y que llevaban amplificador era lo más emocionante del mundo. Íbamos desesperados tras cualquier cosa nueva. Si estrenaban una película, tenías que verla. Si sonaba un disco, tenías que oírlo, porque había muy poco de todo.

[…]

Cuando tenía catorce años me sentaba al fondo de la clase y me ponía a dibujar guitarras, grandes guitarras “cello” con el agujero en “f” y otras pequeñas y sólidas con la forma recortada. Estaba muy metido en todo eso. Incluso intenté fabricar una guitarra, algo muy audaz por mi parte. En la ignorancia, te atreves a casi todo.
Frustrado, la tiré a la leña y no volví a hablar de ella.
Nunca fui a ser un guitarrista técnico; siempre había alguien que tocaba mejor que yo. No tenía paciencia. Fue un milagro que llegara a hacer algo útil. De jovencito pillaba la guitarra y me ponía a practicar, pero era incapaz de hacerlo durante mucho tiempo; no tenía constancia.

Conocí a Rory (Rory Storm) antes que a The Beatles. Mi primera novia fue su hermana.

Un año, Paul y yo decidimos hacer un viaje en autostop. En aquellos días era un acosa impensable. En primer lugar lo más seguro era que te atracaran antes de atravesar el túnel del Mersey, y en segundo lugar todo el mundo tenía coche y estaba atrapado en algún atasco. No teníamos mucho dinero y nos alojábamos en hotelitos de “cama y desayuno”.

[…]

Paul se trasladó de Speke a Fothlin Road, muy cerca de donde vivía John. Para entonces había comprendido que no podía cantar y tocar la trompeta al mismo tiempo, de modo que decidió comprarse una guitarra. Por aquella época habíamos empezado a tocar y estudiábamos juntos en el instituto, y cuando Paul se mudó seguimos en contacto. Yo podía ir a verlo en bicicleta.

Había un chico en el instituto de Liverpool, un tal Ivan Vaughan, que vivía cerca de John, el que le presentó a Paul. John tenía fama de ser todo un personaje en la escuela donde estudiaba, y él lo sabía. Yo conocí a John algo más tarde (no recuerdo dónde) y me pidieron que me uniera al grupo The Quarry Men. No sé qué impresión me produjo cuando le conocí; me pareció un tío legal.
La madre de John le había enseñado a tocar unos acordes. John tenía una guitarra barata. No sabía que una buena guitarra tenía seis cuerdas. Tocaba acordes de banjo. “¿Pero qué haces?”, le pregunté. John creía que así era como se tocaba la guitarra. Nosotros le enseñamos los acordes e hicimos que pusiera seis cuerdas a su guitarra.
The Quarry Men estaba compuesto por otros miembros que no daban ni golpe, de modo que propuse: “deshagámonos de ellos y me uniré al grupo.” Al final solo quedamos John, Paul y yo. Esa situación duró un tiempo. Tocábamos en bodas y fiestas. En cierta ocasión actuamos en The Cavern.
Yo veía con frecuencia a John, que solía venir a mi casa. Mi madre era muy aficionada a la música y le gustaba que yo quisiera dedicarme a ella. Estaba encantada de que John y Paul vinieran a casa. John tenía ganas de marcharse de la suya porque su tía Mimi era muy estricta. Siempre le ponía en ridículo, y John se rebelaba soltándole palabrotas.

[…]

Paul y yo salíamos disparados del instituto, tratando de disimular que éramos alumnos del mismo. Por las tardes salíamos con John. Pero a veces también nos largábamos a la hora del almuerzo, aunque estaba prohibido. Nos íbamos de tapadillo y en cuanto llegábamos a la esquina nos desprendíamos de buena parte del uniforme escolar y nos dirigíamos a la escuela de Bellas Artes a buscar a John. Allí reinaba un ambiente increíblemente relajado. Recuerdo que la primera vez que conseguí impresionar a John fue cuando me enamoré de una chica que asistía a la escuela de Bellas Artes. Era mona, estilo Brigitte Bardot, rubia, con coletas. El caso es que en una fiesta, conseguí emborrachar a la chica. John se enteró, y a partir de ahí me tuvo más respeto.

Un día me llevaron a ver la construcción de un local, el que iba a convertirse en el Casbah. Allí conocí a Pete Best. Al cabo de unos meses me acordé de Pete y de que tenía una batería, así que le propuse que se uniera a nosotros para poder actuar en Hamburgo.

Paul y yo conocimos a Stuart Sutcliffe a través de la escuela de Bellas Artes. John lo admiraba mucho como pintor. A Stuart le gustaba John porque tocaba la guitarra y era el perfecto teddy boy. Stuart era un tipo legal. Tenía buena planta y transmitía buenas vibraciones, aparte de ser muy simpático. A mí me caía muy bien; siempre fue muy amable conmigo. En ocasiones John se daba ciertos aires de superioridad, pero Stuart nunca nos hizo de menos a Paul y a mí. Empezó a venir para oírnos tocar en fiestas y se convirtió en nuestro fan número uno.

[…]

Cuando me fui del instituto estuve bastante tiempo sin hacer nada. Después de las vaciones de verano, todos mis compañeros reemprendieron sus estudios y yo seguía sin trabajo y sin regresar al instituto. Mi padre nunca tuvo un oficio, pero quería que sus tres hijos ejercieran diversas profesiones. Mi hermano mayor era mecánico, y el segundo trabajaba de chapista y soldador. De modo que mi padre pensó: “George será electricista, y así montaremos nuestro propio taller.” En Navidad mi padre me regaló una caja de herramientas y pensé al abrirla: “Dios, está decidido a que sea electricista.” Esto me deprimió, porque yo no tenía la menor intención de ser electricista. Me obligó a examinarme para acceder a un puesto en el Ayuntamiento de Liverpool, pero suspendí. No lo hice adrede, simplemente suspendí. Fue bastante bochornoso, porque los que trabajaban en el Ayuntamiento no eran precisamente las personas más brillantes del mundo. Al final, conseguí trabajo como aprendiz de electricista, que era lo que deseaba mi padre.

Yo quería ser músico y, aunque nada lo justificaba ni destacábamos por nuestras extraordinarias aptitudes, cuando nos reuníamos los miembros del grupo, el hecho de tocar a tiempo completo nos producía una sensación increíblemente positiva. No sé por qué, pero nos creíamos capaces de comernos el mundo.
Mi padre consiguió una actuación para The Quarry Men en Finch Lane, un sábado por la noche. Era una sala de baile con un escenario y unas mesas, y la gente iba a bailar y a tomarse unas copas. Tocamos en la primera parte durante quince o veinte minutos y luego, en el descanso, nos emborrachábamos. Yo tenía dieciséis años, Paul diecisiete y John dieciocho. Todos nos bebimos cinco copas. Cuando salimos de nuevo al escenario estábamos como cubas. Nos cubrimos de gloria y conseguimos que los asistentes se sintieran incómodos. “¡Me has puesto en ridículo!” me espetó mi padre, furioso.

En diciembre del 1959 nos presentamos a una audición para Carroll Levis, el presentador del programa televisivo Discoveries. No recuerdo que nadie fuera descubierto a través de ese programa, ni que nadie ganara nada. Al final del programa el aplaudímetro indicaba quién había ganado, y a la semana siguiente vuelta a empezar.

Actuamos en Manchester, bajo el nombre de Johnny and the Moondogs. En aquella época John se había quedado sin guitarra. Tocamos “Think it Over” mientras John permanecía de pie en medio del escenario, sin guitarra, cantando y con una mano apoyada en el hombro de Paul y otra en el mío. Paul y yo tocábamos nuestras guitarras, apuntándolas en distintas direcciones, y haciendo el coro. Estábamos convencidos de haber hecho una buena actuación, pero como teníamos que tomar el último tren de regreso a Liverpool no tuvimos tiempo para comprobar si el aplaudímetro nos proclamaba vencedores.

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