Nací en Liverpool en el 12 de Arnold Grove, en febrero de
1943. Mi padre había sido marino, pero en aquel entonces conducía un autobús. Mi
madre procedía de una familia irlandesa llamada French y tenía montones de
hermanos y hermanas. Ella era católica. Mi padre no y, aunque siempre nos
decían que si no eras católico pertenecías a la iglesia anglicana, él no
parecía pertenecer a ninguna parte.
Yo tenía dos hermanos y una hermana. En realidad no guardo
muchos recuerdos de ella en aquella época; se marchó cuando tendría unos
diecisiete años. Se fue a estudiar para maestra y ya no volvió.
Mi abuela materna vivía en Albert Grove, al lado de Arnold
Grove, así que cuando era pequeño podía salir por la puerta trasera de mi casa
y pasar a la suya por las cancelas traseras (en Liverpool las llamaban “jiggers”).
Me quedaba allí cuando mi madre y mi padre estaban trabajando. Mi abuelo
paterno, a quien nunca conocí, era constructor y había construído muchas de las
casas eduardianas de Liverpool donde vivían los médicos y profesionales
liberales. En aquellos tiempos se construía bien. Quizás el interés por la
arquitectura me venga por mi abuelo. Me gusta ver edificios bonitos, ya sea una
casita de campo con el techo de paja o la estación de St Pancras.
Siempre he
pensado que la vida es lanzarse e inventar oportunidades, hacer que pasen
cosas. Nunca pensé que algún día no
pudiera vivir en una gran mansión, por el hecho de ser de Liverpool.
Mi casa era muy pequeña. Todos nos apiñábamos en la cocina,
donde había fuego, la tetera a punto y un pequeño hornillo de hierro. Gran parte
del jardín estaba pavimentado, había un lavabo detrás y, durante un tiempo, un
pequeño gallinero donde teníamos gallitos. De la pared del patio colgaba una
tina de zinc que llevábamos dentro y llenábamos de agua hirviendo. Así nos
bañábamos. No había cuarto de baño: nada de jacuzzis.
Mi primer recuerdo es el
de estar sentado en un orinal en lo alto de las escaleras haciendo caca y haber
gritado: “¡ya está!”. Guardo otro recuerdo de cuando era muy pequeño, el de una
fiesta en la calle. Había refugios antiaéreos, bancos y mesas, y la gente
estaba sentada por allí.
En aquellos días había mucha animación en Liverpool. El Mersey
era muy importante, con todos aquellos transbordadores y los grandes buques
procedentes de América o de Irlanda. El día que me marché de Liverpool (en
1963) aún quedaban grandes solares llenos de escombros por impactos directos de
la guerra.
Cuando ibas de compras, veías a la gente reunida en algún solar
mirando a un tipo esposado y encadenado que trataba de escapar de un saco. Siempre
había gente haciendo cosas así: el síndrome Houdini.
Los tranvías recorrían las calles adoquinadas, y los cables pasaban
por arriba. Para cuando tuve bicicleta, los autobuses habían reemplazado a los
tranvías; arrancaron los carriles y asfaltaron las calles.
Guardo recuerdos de ir a comprar con mi madre algún sábado. Me
llevaba a casa de señoras mayores que, por lo visto, conocía. No debían de ser
tan mayores, pero de niño todo el que pasa de los veinte te parece viejo.
Cuando era muy pequeño entré en los boys scouts, que estaban
en una iglesia católica llamada San Antonio de Padua… un viaje un poco largo
para llegar a los scouts (tenía que ir volando en Alitalia, la única línea
aérea con pelo bajo las alas).
Tomé la primera comunión a los once años. Pero me
libré de lo demás porque en aquel entonces nos habíamos trasladado a Speke.
No me gustaba mucho el colegio. Recuerdo que fui un tiempo
al parvulario. No me volvía loco. Me gustaba jugar al fútbol. Creo que todos
los niños se creen muy buenos aunque sean unos paquetes. Yo creía que corría
muy rápido. John estuvo yendo a Dovedale al mismo tiempo que yo. Jugábamos en
el mismo patio, pero yo no lo conocía, seguramente porque era mi primer año y
el último suyo.
Speke estaba a las afueras de Liverpool. Quedaba bastante
lejos, un viaje en autobús de 40
minutos. Yo me pasaba la vida en la desembocadura del Mersey. La marea
bajaba a lo largo de tantos kilómetros que el lecho del tío se convertía en
barro. La gente iba en moto arriba y abajo. Yo caminaba horas y horas por los
acantilados lodosos del Mersey, y también por los campos y los bosques. Me gustaba
estar al aire libre.
Había maridos que abandonaban a sus mujeres, y mujeres que
tenían hijos cada dos por tres. Siempre había hombres vagando por ahí y
metiéndose en las casas… para echar un polvo, supongo. Recuerdo que mi madre
tuvo que sacar de casa a un tipo que entró soltando tacos y maldiciendo. Ella agarró
un cubo de agua y se lo tiró desde la entrada, se metió en casa y cerró la
puerta. La cosa se repitió en un par de ocasiones.
Los curas visitaban todas las casas del vecindario para
pedir dinero. Nosotros no nos portábamos mal, pero algunas familias eran
terribles. Mi padre ganaba siete libras y daba una limosna de cinco libras.
En aquella
época, no vi a nadie en el paro. Probablemente era demasiado pequeño para darme
cuenta. En todos los complejos urbanísticos de las ciudades inglesas pasa lo
mismo: en una esquina está la iglesia y en la otra el pub. La gente se pone
hasta el culo y después va a la iglesia, reza tres avemarías y un padrenuestro
y deja cinco libras en el platillo. A mi todo aquello me resultaba muy ajeno. No
las vidrieras ni las imágenes de Cristo, eso me gustaba mucho, y el olor a
incienso y velas. Lo que no me gustaban eran las gilipolleces. Después de hacer
la comunión se suponía que tenía que confirmarme, pero pensé: “no voy a
molestarme, ya me confirmaré más tarde yo mismo.”
A partir de entonces dejé de ir a la iglesia.
Tuve una infancia feliz, rodeado de muchos familiares
lejanos y muy cercanos. Me despertaba por la noche, salía del dormitorio, me
asomaba desde arriba de las escaleras y veía a un montón de gente celebrando
una fiesta. No recuerdo qué música sonaba. Seguramente tuvieran puesta la
radio. En aquellos tiempos las radios eran las lámparas. Funcionaban con pilas:
pilas raras con ácido dentro. Escuchábamos todo lo que sonaba en la radio.
Recuerdo de niño haber escuchado los discos de mis padres. No
entiendo a la gente que dice: “sólo me gusta el rock and roll” o “sólo me gusta
el blues” o lo que sea. Diría que incluso las porquerías que más odiamos nos
han influido en cierto modo, nos guste o no. Puedes oír algo pensando que no te
gusta y que no te está influyendo. Pero eres lo que comes, lo que ves, lo que
tocas, lo que hueles y lo que oyes. Y te puede afectar de un modo que tú no
puedes expresar. A veces piensas que no te ha afectado, pero cuando menos te lo
esperas, surge. Creo que, como The Beatles, tuvimos la suerte de estar abiertos
a todo tipo de música.
Acababa de dejar Dovedale para ir al Liverpool Institute
cuando me ingresaron en el hospital. Me puse enfermo a los doce o trece años,
por problemas de riñón. Estuve en el hospital durante seis semanas. Tenía que
comer espinacas y cosas asquerosas. Fue entonces cuando pedí mi primera
guitarra. Mi padre me la compró. Era una porquería de guitarra, pero para
empezar estaba bien. Vi que tenía un tornillo en la parte trasera, y como era
curioso, cogí un destornillador y lo quité, y todo el mástil se salió. No pude
arreglarlo bien, así que guardé en el armario las dos piezas y las dejé allí. Al
final, un año más tarde, mi hermano Pete me la reparó, aunque el mástil quedó
cóncavo.
Mi padre tenía un amigo que tocaba la guitarra y lo llamó por
teléfono. Se llamaba Len y tenía una licorería, encima de la que vivía. Los jueves
cerraba y mi padre lo arregló para que yo pudiera ir allí cada semana dos o
tres horas. Me enseñó canciones y acordes nuevos. Fue muy amable.
En aquella época conocí a Paul McCartney en el autobús, al
volver del colegio. Por entonces los autobuses no habían llegado al complejo
donde yo vivía, así que tenía que bajar del autobús y caminar veinte minutos
para llegar a casa. Paul vivía cerca de la última parada. Así que Paul y yo
viajábamos en el mismo autobús, con el mismo uniforme. Descubrí que tenía una
trompeta y él se enteró de que yo tenía una guitarra, y nos hicimos amigos. Yo tenía
unos trece años. Él debía de andar por los catorce recién cumplidos. Siempre fue
nueve meses mayor que yo. Incluso ahora, tras todos estos años… sigue siendo
nueve meses mayor.
Ver a los artistas que venían a Liverpool Empire y que
llevaban amplificador era lo más emocionante del mundo. Íbamos desesperados
tras cualquier cosa nueva. Si estrenaban una película, tenías que verla. Si sonaba
un disco, tenías que oírlo, porque había muy poco de todo.
[…]
Cuando tenía catorce años me sentaba al fondo de la clase y
me ponía a dibujar guitarras, grandes guitarras “cello” con el agujero en “f” y
otras pequeñas y sólidas con la forma recortada. Estaba muy metido en todo eso.
Incluso intenté fabricar una guitarra, algo muy audaz por mi parte. En la
ignorancia, te atreves a casi todo.
Frustrado, la tiré a la leña y no volví a hablar de ella.
Nunca fui a ser un guitarrista técnico; siempre había
alguien que tocaba mejor que yo. No tenía paciencia. Fue un milagro que llegara
a hacer algo útil. De jovencito pillaba la guitarra y me ponía a practicar,
pero era incapaz de hacerlo durante mucho tiempo; no tenía constancia.
Un año, Paul y yo decidimos hacer un viaje en autostop. En aquellos
días era un acosa impensable. En primer lugar lo más seguro era que te
atracaran antes de atravesar el túnel del Mersey, y en segundo lugar todo el
mundo tenía coche y estaba atrapado en algún atasco. No teníamos mucho dinero y
nos alojábamos en hotelitos de “cama y desayuno”.
[…]
Paul se trasladó de Speke a Fothlin Road, muy cerca de donde
vivía John. Para entonces había comprendido que no podía cantar y tocar la
trompeta al mismo tiempo, de modo que decidió comprarse una guitarra. Por
aquella época habíamos empezado a tocar y estudiábamos juntos en el instituto,
y cuando Paul se mudó seguimos en contacto. Yo podía ir a verlo en bicicleta.
Había un chico en el instituto de Liverpool, un tal Ivan
Vaughan, que vivía cerca de John, el que le presentó a Paul. John tenía fama de
ser todo un personaje en la escuela donde estudiaba, y él lo sabía. Yo conocí a
John algo más tarde (no recuerdo dónde) y me pidieron que me uniera al grupo
The Quarry Men. No sé qué impresión me produjo cuando le conocí; me pareció un
tío legal.
La madre de John le había enseñado a tocar unos acordes. John
tenía una guitarra barata. No sabía que una buena guitarra tenía seis cuerdas. Tocaba
acordes de banjo. “¿Pero qué haces?”, le pregunté. John creía que así era como
se tocaba la guitarra. Nosotros le enseñamos los acordes e hicimos que pusiera
seis cuerdas a su guitarra.
The Quarry Men estaba compuesto por otros miembros que no
daban ni golpe, de modo que propuse: “deshagámonos de ellos y me uniré al
grupo.” Al final solo quedamos John, Paul y yo. Esa situación duró un tiempo. Tocábamos
en bodas y fiestas. En cierta ocasión actuamos en The Cavern.
Yo veía con frecuencia a John, que solía venir a mi casa. Mi
madre era muy aficionada a la música y le gustaba que yo quisiera dedicarme a
ella. Estaba encantada de que John y Paul vinieran a casa. John tenía ganas de
marcharse de la suya porque su tía Mimi era muy estricta. Siempre le ponía en
ridículo, y John se rebelaba soltándole palabrotas.
[…]
Paul y yo salíamos disparados del instituto, tratando de
disimular que éramos alumnos del mismo. Por las tardes salíamos con John. Pero a
veces también nos largábamos a la hora del almuerzo, aunque estaba prohibido. Nos
íbamos de tapadillo y en cuanto llegábamos a la esquina nos desprendíamos de
buena parte del uniforme escolar y nos dirigíamos a la escuela de Bellas Artes
a buscar a John. Allí reinaba un ambiente increíblemente relajado. Recuerdo que
la primera vez que conseguí impresionar a John fue cuando me enamoré de una
chica que asistía a la escuela de Bellas Artes. Era mona, estilo Brigitte
Bardot, rubia, con coletas. El caso es que en una fiesta, conseguí emborrachar
a la chica. John se enteró, y a partir de ahí me tuvo más respeto.
Un día me llevaron a ver la construcción de un local, el que
iba a convertirse en el Casbah. Allí conocí a Pete Best. Al cabo de unos meses
me acordé de Pete y de que tenía una batería, así que le propuse que se uniera
a nosotros para poder actuar en Hamburgo.
Paul y yo conocimos a Stuart Sutcliffe a través de la
escuela de Bellas Artes. John lo admiraba mucho como pintor. A Stuart le
gustaba John porque tocaba la guitarra y era el perfecto teddy boy. Stuart era
un tipo legal. Tenía buena planta y transmitía buenas vibraciones, aparte de
ser muy simpático. A mí me caía muy bien; siempre fue muy amable conmigo. En ocasiones
John se daba ciertos aires de superioridad, pero Stuart nunca nos hizo de menos
a Paul y a mí. Empezó a venir para oírnos tocar en fiestas y se convirtió en nuestro
fan número uno.
[…]
Cuando me fui del instituto estuve bastante tiempo sin hacer
nada. Después de las vaciones de verano, todos mis compañeros reemprendieron
sus estudios y yo seguía sin trabajo y sin regresar al instituto. Mi padre nunca
tuvo un oficio, pero quería que sus tres hijos ejercieran diversas profesiones.
Mi hermano mayor era mecánico, y el segundo trabajaba de chapista y soldador. De
modo que mi padre pensó: “George será electricista, y así montaremos nuestro
propio taller.” En Navidad mi padre me regaló una caja de herramientas y pensé
al abrirla: “Dios, está decidido a que sea electricista.” Esto me deprimió,
porque yo no tenía la menor intención de ser electricista. Me obligó a examinarme
para acceder a un puesto en el Ayuntamiento de Liverpool, pero suspendí. No lo
hice adrede, simplemente suspendí. Fue bastante bochornoso, porque los que
trabajaban en el Ayuntamiento no eran precisamente las personas más brillantes
del mundo. Al final, conseguí trabajo como aprendiz de electricista, que era lo
que deseaba mi padre.
Yo quería ser músico y, aunque nada lo justificaba ni
destacábamos por nuestras extraordinarias aptitudes, cuando nos reuníamos los
miembros del grupo, el hecho de tocar a tiempo completo nos producía una
sensación increíblemente positiva. No sé por qué, pero nos creíamos capaces de
comernos el mundo.
Mi padre consiguió una actuación para The Quarry Men en
Finch Lane, un sábado por la noche. Era una sala de baile con un escenario y
unas mesas, y la gente iba a bailar y a tomarse unas copas. Tocamos en la
primera parte durante quince o veinte minutos y luego, en el descanso, nos
emborrachábamos. Yo tenía dieciséis años, Paul diecisiete y John dieciocho. Todos
nos bebimos cinco copas. Cuando salimos de nuevo al escenario estábamos como
cubas. Nos cubrimos de gloria y conseguimos que los asistentes se sintieran
incómodos. “¡Me has puesto en ridículo!” me espetó mi padre, furioso.
En diciembre del 1959 nos presentamos a una audición para
Carroll Levis, el presentador del programa televisivo Discoveries. No recuerdo
que nadie fuera descubierto a través de ese programa, ni que nadie ganara nada.
Al final del programa el aplaudímetro indicaba quién había ganado, y a la
semana siguiente vuelta a empezar.
Actuamos en Manchester, bajo el nombre de Johnny and the
Moondogs. En aquella época John se había quedado sin guitarra. Tocamos “Think
it Over” mientras John permanecía de pie en medio del escenario, sin guitarra,
cantando y con una mano apoyada en el hombro de Paul y otra en el mío. Paul y
yo tocábamos nuestras guitarras, apuntándolas en distintas direcciones, y
haciendo el coro. Estábamos convencidos de haber hecho una buena actuación,
pero como teníamos que tomar el último tren de regreso a Liverpool no tuvimos
tiempo para comprobar si el aplaudímetro nos proclamaba vencedores.
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