Nací en el hospital un 18 de junio de 1942. Mi madre era
enfermera y mi padre un vendedor de algodón que dejó los estudios a los catorce
años.
Mi madre era católica y mi padre protestante. Se casaron
bastante tarde y me tuvieron cuando rondaban los cuarenta.
En Liverpool había vestigios de la guerra por todas partes.
Jugábamos mucho en los solares arrasados por las bombas y crecimos pensando que
“solar” significaba más o menos “parque infantil”. Nunca lo relacioné con los
bombarderos.
Recuerdo los inviernos. Era como estar en Siberia; en
pantalón corto. Se te agrietaban las rodillas y te salían sabañones en la cara
interior de las rodillas y en los muslos
de la humedad y el frío.
Era boy scout, pero nunca reuní muchas insignias.
Mi colegio era un antiguo internado. Era muy oscuro y
tenebroso. Entrabas a los once y de inmediato estabas en tercero.
A mucha gente no le
gusta el colegio. A mí no me volvía loco, pero tampoco me desagradaba y a veces
me divertía mucho. Me interesaba la literatura inglesa porque teníamos un buen
maestro.
Lo que no me hacía gracia era que me dijesen lo que debía hacer.
Me gustaba ir a los muelles. Desarrollé mi filosofía
religiosa allí. Los católicos siempre estaban discutiendo con los protestantes.
El protestante decía: “todo lo que dice mi colega es falso. El pecado mortal no
existe, no habéis nacido pecadores.” Y entonces el católico saltaba: “este
señor no sabe que el pecado mortal sí existe, y que si no expiáis la culpa
arderéis en el infierno por siempre jamás.” Nunca se ponían de acuerdo, aunque
ambos eran cristianos.
En el muelle tuve oportunidad de oír muchas discusiones en
torno a la religión y llegué a la conclusión de que God (Dios) sólo deriva de
la palabra good (bien) sin la O y que Devil (diablo) sólo deriva de la palabra
evil (mal) con un D más.
En realidad, lo que ha hecho la gente a lo largo de la
historia ha sido personalizar las dos fuerzas del bien y del mal.
Mi padre tenía instinto musical. De más joven había tocado
la trompeta en una pequeña banda de jazz. Tocó la trompeta hasta que se le
cayeron los dientes. En casa solía tocar el piano. Siempre tuvo un piano. Suena de maravilla;
aún lo tengo. Guardo algunos recuerdos de mi infancia maravillosos, como estar
tendido en el suelo escuchando a mi padre tocar. Él me proporcionó la educación
musical. En el colegio no te enseñaban nada, no teníamos clases de música.
Nosotros, The Beatles, le rogábamos que tocase canciones.
Le decía: “papá, enséñame algo” y él contestaba: “si quieres
aprender, aprende bien.” Era la vieja ética según la cual para aprender hacía
falta un profesor. Al final, aprendí a tocar de oído, igual que él,
inventándomelo todo.
Cuando hablaba con John de su infancia, me daba cuenta de
que en la mía había habido mucho más afecto. Creo que por eso yo aprendí a ser
tan abierto respecto a sentimientos en particular. No me importa ponerme
sentimental. Conozco a mucha gente que se avergüenza de ello. A mí me parece
una cualidad muy valiosa.
Mi padre también era un gran aficionado a los crucigramas y
siempre nos decía que hiciéramos crucigramas, que mejoraría nuestra calidad de
palabra. También podría ser muy tímido. Él y mi madre no me hablaron de sexo,
les daba vergüenza. Mi padre intentaba explicármelo, pero se hacía un lío.
No obstante era estupendo, con muy buenas intenciones y
mucho afán de superación. En realidad no llegó muy lejos, pero lo deseaba con
todas sus fuerzas y también mi madre. Como ella era enfermera, mi hermano y yo
íbamos para médicos, cosa que nunca habríamos logrado porque éramos demasiado
perezosos. En ese ambiente me crié.
La muerte de mi madre cuando yo tenía catorce años fue el
gran golpe de mi adolescencia. Murió de cáncer, pero de eso me enteré más
tarde. En el momento no supe de qué había muerto.
Mi madre quería que habláramos bien. Una de las cosas que me
hacen sentir más culpable es haberla puesto en evidencia por su manera de
hablar. Pronunciaba ask con una A muy larga. Y yo decía: “se dice ask, mamá” y
le tomaba el pelo. Cuando murió, recuerdo que pensé: “gilipollas, ¿por qué lo
hiciste? ¿Por qué tuviste que menospreciar a tu madre?”
La muerte de mi madre dejó a mi padre destrozado. Eso fue lo
peor, oír llorar a mi padre. Nunca lo había visto en aquel estado. Fue un golpe
terrible para la familia. Maduras de golpe, porque nunca habías imaginado que
oirías llorar a tu padre. No te extraña de las mujeres, pero cuando se trata de
tu padre, comprendes que algo va muy mal
y se tambalea tu fe en todo. Sin embargo, estaba decidido a no dejar que me afectase. Seguí adelante.
A
esa edad, aprendí a ponerme el caparazón.
Aquello creó un vínculo muy fuerte entre John y yo, porque
él perdió a su madre poco tiempo después. Ambos nos vimos abrumados por
emociones que debíamos aprender a sobrellevar y, al ser adolescentes, teníamos
que aprenderlo rápido. Comprendimos que había pasado algo de lo que no podías
hablar, aunque sí podías reírte, porque los dos habíamos pasado lo mismo. A él
le parecía bien reírse y a mí también. A todo el mundo le parecía bien. Nos
podíamos reír de la muerte… pero sólo por fuera.
John lo pasó fatal, pero los
jóvenes no muestran su dolor; prefieren ocultarlo. De vez en cuando, un par de
veces en los años siguientes, se abrió la herida. Nos sentábamos en alguna
parte y soltábamos unas lágrimas juntos; no muy a menudo, pero nos sentaba
bien.
Mi madre ya no estaba y nos tuvimos que ocupar de las tareas
de la casa. Aprendí a cocinar algunas cosas.
Mi padre me compró una trompeta por mi cumpleaños, y me
encantó. Durante un tiempo lo intenté con la trompeta pero entonces me di
cuenta de que no podía cantar con esa cosa en la boca y le pregunté a mi padre
si no le importaba que la cambiara por una guitarra, que también me encantaba.
No le importó y cambié la trompeta por una acústica que aún conservo.
Como era zurdo, la tocaba con el mástil a la derecha.
Aprendí algunos acordes al revés. A los catorce años compuse mi primera
canción. Gracias a esa guitarra entré en The Quarry Men.
John era el ted de la zona. Más que conocerlo, lo veías.
Estoy al corriente de la historia de John y, conforme me hago mayor, me doy
cuenta de que su infancia lo marcó mucho. Su padre se fue de casa cuando tenía
cuatro años. No creo que John lo superase nunca. Hablé con él de eso. Se
preguntaba: “¿no se marcharía por mi culpa?”. Claro que no, pero no creo que
John se librase nunca de esa sensación.
En lugar de vivir con su madre, se fue
a vivir con su tía Mimi y su tío George. Cuando murió su tío George, John
empezó a pensar que los hombres de su familiar arrastraban una maldición. Él
quería a su tío, nunca le costó querer a la gente. Todas esas pérdidas debieron
afectarle mucho. Su madre vivía en lo que se llamaba “pecado”, conviviendo con
un tío que tenía dos hijas, muy buenas chicas. John quería mucho a su madre, la
idolatraba. Yo también la quería. Era fabulosa: muy guapa y divertida, con una
preciosa melena pelirroja. Tocaba el ukelele. La mataron; la vida de John fue
una tragedia tras otra. Esa desdicha hizo de John un matón, un ted. En
Liverpool había mucha violencia, muchos teddy boys, y si los veías en un
callejón intentabas escabullirte. Si habías tenido que buscarte la vida, como
John, te protegías con algún tipo de fachada. Por eso siempre estaba tan a la
defensiva.
Yo lo veía de lejos, desde el autobús. Si aquel ted hubiese subido
al autobús, yo no lo habría mirado muy fijamente por si me atizaba, porque era
mucho mayor. Eso antes de conocerlo.
Ivan era un amigo mío que nació el mismo día que yo. Ivan
también era colega de John. Me dijo un día: “la feria de Woolton Village es el
sábado, ¿quieres venir?” y yo dije: “sí, no tengo nada que hacer.”
Fue un 6 de julio de 1957. Teníamos quince años. Recuerdo
que entré en la feria: había un tiro al coco, un juego de aros, lo normal… y un
grupo que tocaba en una tarima, con unas cuantas personas mirando.
En primer lugar nos dirigimos hacia el escenario, porque
como buenos adolescentes nos interesaba la música. Vi un chico con pelo rizado
y tirando a rubio, y una camisa de cuadros cantando un tema que me encantaba.
No se sabía la letra pero daba igual porque ninguno nos la sabíamos tampoco. La
estaba completando con versos verdes, pensé que era bueno y que cantaba bien.
Di una vuelta por la feria y después Ivan y yo pasamos
detrás del escenario. El grupo se estaba preparando para la función de la
noche. La gente bebía cerveza. Realmente yo era muy joven para aquello pero,
“claro, tomaré un trago”. Intentaba no desentonar con los chicos mayores que,
con dieciséis años, empezaban a beber. Vimos la función de la noche y fue
buena, aunque casi estalla una pelea. Sin embargo no pasó nada, y yo me senté
en el piano.
John iba un poco mamado, se me apoyaba en el hombro y olía a
alcohol. Todos estábamos un poco borrachos. Yo pensaba: “maldita sea, ¿quién es
éste?” Pero a él le gustaba lo que yo tocaba. Después toqué la guitarra, al
revés. The Quarry Men alucinaron al ver que conocía y podía cantar “Twenty
Flight Rock”.
Gracias a eso, entré en lo que posteriormente serían The Beatles.
Un día me encontré con un chico de The Quarry Men mientras
iba en bici. Era muy amigo de John. Me dijo: “eh, Paul, el otro día estuvo bien
y hemos estado hablando. ¿Te gustaría entrar en el grupo?” Yo contesté: “tengo
que pensarlo.” Pero estaba muy emocionado, así que accedí a entrar.
Conocía a George del autobús. George vivía a una parada de
autobús de mi casa. Yo tomaba el autobús para ir al colegio y él subía en la
parada siguiente. Creo que éramos más o menos de la misma edad, empezamos a
hablar, aunque yo me dirigía a él con un tono condescendiente, porque él tenía
un año menos. (Ahora sé que mantuve ese fallo durante tola la época de The
Beatles. Si conoces a un chico cuando él tiene trece y tu catorce, cuesta
llegar a considerarlo un adulto. George aún me parece un niño y Ringo me sigue
pareciendo muy mayor porque me lleva dos
años).
Les hablé a John y a los demás Quarry Men de aquel chaval
del colegio llamado George. “Es un guitarrista bueno de verdad y estáis
pensando en un guitarra… es vuestro chico.” Contestaron: “vale, vamos a oírlo.”
George tocaba “Raunchy” tan bien que sonaba como en el disco. Una noche, todos
íbamos en el piso de arriba de un autobús vacío y le dije: “venga, George.” Él
agarró la guitarra y ya lo creo que sabía tocarla. Todo el mundo asintió:
“estás dentro. Lo has conseguido.” Con George fue un poco como: “es joven pero,
Dios, qué bien toca.” Desde entonces consideramos a George algo así como
nuestro guitarrista profesional. Más tarde, John cedió el puesto de solista a
George y él se quedó con la guitarra rítmica.
Para entonces, John ya iba a la escuela de artes y oficios.
Yo tenía quince, John casi diecisiete. Cuando quería hacer algo de adultos se
preocupaba por la pinta aniñada de George.
Una vez, George y yo quisimos ir al cine. Pese a mi cara de
niño, yo conseguía colarme en el mundo adulto, pero George no. Tenía toda la
pose, pero pinta de niño. Recuerdo que fuimos a su jardín trasero y le pinté un
bigote con un poco de tierra. Estaba ridículo, pero pensé: “da el pego…
entraremos.” Y entramos.
Perdí el interés en Elvis cuando dejó el ejército. Me
parecía que lo habían amansado mucho.
Pasamos siglos intentando aprender la intro de “That’ll Be
The Day”, y John la sacó por fin.
John era muy miope. Llevaba gafas, pero solo se las ponía en
privado.
Los gustos de John, George y los míos eran muy parecidos.
Nos intercambiábamos música como locos. Y cuando John nos manifestaba otra
faceta de sus gustos musicales, yo me sentía como en casa, cuando mi padre me
ponía la música que le gustaba. Cuando no estábamos tocando en fiestas o en
concursos, escuchábamos cómo tacaban otros chicos y acabamos yendo a la caza de
acordes y discos. Era como buscar el Santo Grial. Así conseguíamos las
cosas, yendo en autobús a alguna parte
para hablar con un hombre que tenía un disco, o en las fiestas de adolescentes.
Los chicos vendían con un puñado de singles; una bolsa de la compra llena. Y
entonces salía nuestro lado más ruin. Conforme la gente se emborrachaba, les
robábamos los discos.
Empecé a juguetear con el piano de mi padre. Compuse con él
“When I’m Sixty Four” a los dieciséis años, y nunca la olvidé.
A menudo me saltaba las clases por la tarde, John pasaba de
ir a la escuela de artes y nos sentábamos a aporrear las guitarras. Íbamos a mi
casa porque no podíamos ir a ninguna otra parte. Mi padre estaba trabajando.
Pillábamos una pipa y fumábamos té para sentirnos adultos. Los dos teníamos
guitarras acústicas; nos sentábamos frente a frente y tocábamos. Era estupendo,
porque en lugar de buscar una canción en mi mente podía mirar cómo tocaba John:
como si él fuera el reflejo de lo que yo estaba haciendo. Era un buen modo de
componer.
Componíamos canciones juntos. Yo las escribía en un
cuaderno, y arriba siempre ponía: “otra composición original Lennon/McCartney.”
Página siguiente: “otra composición original Lennon/McCartney.” Sólo eran las
letras y notas de los acordes. Teníamos que memorizar las melodías e indicar
dónde iban los “oh” de los coros; no teníamos manera de guardarlas. No había
casetes y uno no se podía permitir el lujo de hacerse con una grabadora. Tenías
que relacionarte con alguien que tuviera. Al principio no nos interesaba
nuestro propio material hasta tal punto. Todo consistía en recordar las
canciones que habíamos compuesto.
John y yo teníamos una ley táctica: si
nosotros no podíamos recordarlas, ¿cómo íbamos a esperar que las recordasen
personas que no las habían compuesto?
Hicimos “Love Me Do” y “I Saw Her Standing There” y sentamos
las bases del trabajo en equipo. Uno venía con una idea y nos la íbamos
pasando. Así se establecía una competitividad sana mientras la idea rotaba de
uno a otro. La armónica está muy bien y John sabía tocarla.
A John le gustaban algunas de mis letras y otras no.
Aprobaba casi todo lo que yo hacía, pero a veces había una frase que rechinaba,
como “she was just seventeen, she’d never been a beauty queen.” John pensaba:
“¿La guapa de la fiesta? Ugh.” Al final quedó: “You know what I mean.” Era
bueno, porque no sabes lo que quiero decir.
Aprendimos juntos, y poco a poco las canciones fueron
mejorando. En aquellos tiempos podías ir a estudios locales y, siempre que
pudieras reunir el dinero, grabar un disco. Fuimos varias veces, pero en una
ocasión John cantó “That’ll Be The Day” y la cara B era “In Spite Of All The
Danger”. John y yo la cantamos y George tocó él solo. Cuando nos dieron el disco,
acordamos tenerlo una semana cada uno.
En aquella época, yo también tocaba la guitarra. Éramos tres
en el grupo y todos guitarristas: John, George y yo. Tocábamos aquí y allá, por
Liverpool, y al cabo de un tiempo todos los demás habían desertado para ponerse
a trabajar, ir a la universidad, lo que fuera. Nos presentábamos solos a los
bolos con tres guitarras, y la persona que nos había contratado preguntaba: “¿Y
dónde está el batería?” y decíamos: “el ritmo lo llevan las guitarras.” Te
quedas ahí plantado con una gran sonrisa y te tiras el farol.
Nos enteramos de que había buenas oportunidades en los
concursos de talento. Nos presentamos a uno y fracasamos miserablemente;
siempre nos derrotaban. Jamás en la vida ganamos uno.
Stuart Stutcliffe era un amigo de John de la escuela de
artes. Había vendido una pintura por 65 libras, ¿y qué se hace con 65 libras?
Todos se lo recordamos mientras tomábamos café: “es curioso que hayas
conseguido esa cantidad, Stuart; es casi lo que cuesta un bajo Hofner.” Él dijo:
“no, no me lo puedo gastar en eso.” En aquellos tiempos era una fortuna. Dijo
que tenía que comprar lienzos y pinturas. Le dijimos: “Stu, entra en razón,
cielo. Un Hofner, una pasada de grupo… ¡La fama!” Cedió por fin. El problema es
que no sabía tocar bien. Aquello era un ligero inconveniente, pero tenía buena
pinta, así que no supuso ningún problema.
Cuando entró en el grupo le teníamos un poco de envidia; fue
algo que yo no llevé muy bien. Siempre nos sentíamos algo envidiosos de las
otras amistades de John. Él era el mayor, no se le podía hacer nada. Cuando
Stuart entró, me sentí como si nos estuviera quitando el puesto a George y a
mí. Quedamos un poco desplazados. Stuart era de la edad de John, iba a la
escuela de artes y oficios, pintaba muy bien y tenía un aire de credibilidad
que a nosotros nos faltaba. Nosotros éramos más jóvenes, íbamos al instituto y
no parecíamos serios.
Así, y con el batería de turno – y hubo unos cuantos –
sumamos cinco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario