domingo, 3 de noviembre de 2013

Ringo Starr.

Nací el 7 de julio de 1940 en el número 9 de Madryn Street, Liverpool 8. Había una luz en el extremo del túnel que yo debía alcanzar, y así fue como salí, así fue como nací. Hubo gritos de alegría. Mi madre solía decir que la Segunda Guerra Mundial se produjo porque nací yo. No sé a qué se refería, jamás comprendí el significado de esa frase, pero eso decía. Supongo que era la única forma en que podía celebrarlo. Quién sabe, igual es cierto.

No recuerdo la guerra ni las bombas, aunque causaron graves destrozos en Liverpool. Teníamos que correr a ocultarnos cada dos por tres, según me han contado, nos ocultábamos en la carbonera que había en el sótano (parecía un armario). Recuerdo los inmensos boquetes que había en la calle, donde antes se alzaban edificios. Más adelante, de niño, jugaba entre los escombros y los refugios antiaéreos.
Mi primer recuerdo es el de pasear en cochecito. Iba con mi madre, mi abuela y mi abuelo. No sé dónde nos hallábamos, pero debía ser una zona rural, porque nos perseguía una cabra. Todos se asustaron mucho, y yo también, por supuesto. La gente corría y gritaba porque nos perseguía un animal.

Siempre hemos sido personas sencillas, pobres, de clase obrera tanto por parte paterna como materna. La madre de mi madre era muy pobre. Tenía catorce hijos. Se rumorea que mi bisabuela tenía bastante dinero, y que alrededor de la casa había una verja cromada. Bueno, al menos relucía. Puede que me haya inventado ese dato. Ya sabe lo que ocurre: uno sueña cosas, o tu madre te cuenta unas historias, y acabas creyendo que las has visto con tus propios ojos.

Mi verdadero apellido es Parkin, no Starkey. Mi abuelo se llamaba Johnny Parkin. Cuando la madre de mi abuelo volvió a casarse, lo cual era bastante escandaloso en aquellos tiempos, lo hizo con un tal Starky, de modo que mi abuelo pasó a apellidarse también Starkey. (Yo encargué que me hicieran el árbol genealógico en los sesenta, pero sólo pude remontarme dos generaciones. Tuve que acudir a mi familia para averiguarlo, pero no querían decir nada por temor a que se enterara la prensa).

Mi padre era panadero; creo que así es como se conocieron mis padres. Él trabajaba confeccionando pasteles, de modo que durante la guerra siempre tuvimos azúcar. Cuando cumplí tres años mi padre nos abandonó. A partir de entonces mi madre y yo nos quedamos solos, hasta que ella volvió a casarse, cuando yo tenía trece años. 
No recuerdo bien a mi padre. Sólo lo vi unas cinco veces después de que se marchara de casa, y nunca me llevé bien con él porque mi madre me había lavado el cerebro para convencerme de que era un cerdo. Me daba rabia que se hubiera marchado. Más tarde sentí una rabia más intensa cuando me sometí a una terapia de rehabilitación, cuando me encaré conmigo mismo y mis sentimientos. Yo creía haber resuelto ese problema de niño, pero lo único que había conseguido era sepultar mi rabia. 

Mi madre me había enseñado que había que resignarse. Fuimos la última generación de quienes nos decían: “hay que pechar con las desgracias.” Uno nunca exteriorizaba los sentimientos.
Durante un tiempo mi madre no dio pie con bola. El abandono de mi padre le causó gran dolor y aceptó cualquier trabajo, por humilde que fuera, con tal de poder darme de comer y vestirme. Hizo de todo: de camarera, de fregona y de dependienta de un comercio de alimentación. Al principio vivíamos en una casa enorme con tres dormitorios, pero no podíamos permitirnos el lujo de seguir allí cuando mi padre nos dejó. Éramos de clase obrera, y  en Liverpool, cuando un padre te abandonaba pasabas a ser de clase obrera baja. De modo que nos mudamos a una casa de dos dormitorios, uno para mi madre y otro para mí. Había sido declarada en ruinas diez años antes de que nos instaláramos, pero vivimos allí veinte años. Nos mudamos de una calle a la siguiente, desde Madryn St a Admiral Grove. 
Recuerdo la casa de Admiral Grove, la cual tampoco tenía jardín. En un rincón del patio estaba el retrete; nunca dispusimos de un cuarto de baño. Pero era nuestro hogar y a nosotros nos parecía perfecto.

Puesto que mi padre nos había abandonado, a mi me criaron mis abuelos y mi madre. Lo curioso es que los abuelos eran los padres de mi padre. Me querían mucho y se ocupaban de mí. Eran fantásticos. También me llevaban de vacaciones. Mi abuela era una mujer corpulenta que se llamaba Annie y mi abuelo era un hombre menudo. Cuando se tomaba unas copitas y se metía en algún lío, mi abuela se arremangaba, adoptaba una pose de  boxeo y decía: “¡No me hables en ese tono, Johnny! ¡Ven aquí, sinvergüenza!” Era una mujer de armas tomar, una superviviente nata. También era la reina del vudú en Liverpool. Cuando me ponía enfermo mi madre me envolvía en una manta y me llevaba a casa de mi abuela, para que me curara. Mi abuela tenía dos remedios para todo: una cataplasma de pan y una bebida caliente. Todos me cuidaban y mimaban, era el centro de atención. Era hijo único, siempre fui el centro de atención de mi familia.

Mi abuelo era muy aficionado a las carreras de caballos. Tenía un sillón en el que se sentaba siempre. No se movió de él durante toda la guerra. Nunca fue a refugiarse, aunque los ladrillos de su casa volaran por los aires. De niño todo mi afán era sentarme en ese sillón. 
La muerte de mi abuelo fue uno de los momentos más tristes de mi vida. Yo tenía diecinueve o veinte años. Lo enterraron y fue un día tristísimo. A partir de entonces decidí que prefería que incineraran mis restos; no quiero someter a nadie al terrible rito de cavar una gran fosa y enterrarme en ella. Yo aguanté hasta ese instante. No lloré hasta que hubieron sepultado a mi abuelo, y entonces me vine abajo.

La escuela de St Silas ocupa un lugar importante en mi memoria. Recuerdo con exactitud el primer día, o quizás se deba a que mi madre me lo ha contado muchas veces. Estaba ubicada en nuestra calle. En aquellos días tus padres te acompañaban hasta la puerta y decían: “Hala, que te vaya bien.” De aquel día retengo en la memoria un edificio enorme, el edificio más grande del planeta, un millón de chicos jugando en el patio y yo, que por cierto estaba atemorizado. A la hora del almuerzo regresé a casa; en aquella época los niños podían andar solos tranquilamente por la calle. Al parecer regresé y dije: “Nos han dado fiesta.” A mi estilo infantil quise decir: “Las clases han acabado por hoy, mamá.” Ella me creyó hasta que vio a los otros chicos regresar a la escuela después de comer. “Ya te estás yendo para el colegio”, dijo. No recuerdo haber disfrutado nunca en la escuela. Siempre hacía novillos; sólo asistí unos cinco años.

Cuando tenía seis años y medio contraje una grave peritonitis. Se me reventó el apéndice; fue un drama tremendo. Estábamos todos en casa y yo me moría de dolor; de modo que estaba rodeado por toda mi familia. Vino a verme el médico y de pronto unas personas me tomaron en brazos, me colocaron sobre una camilla, me instalaron en una ambulancia y me trasladaron hasta el hospital. Antes de ponerme la anestesia me preguntaron: “¿Quieres algo?” y yo repuse: “¿Puedo beber una taza de té?” “Podrás tomártela cuando salgas del quirófano.” Me dieron una taza de té al cabo de diez semanas, que fue lo que tardé en recobrar el conocimiento. Fue una operación grave, especialmente en aquellos días. A mi madre le repitieron tres veces que yo no viviría hasta la mañana siguiente. Eso fue muy duro para ella, y más tarde comprendí por qué se mostraba tan posesiva conmigo. Tuve mucha suerte de salir vivo de aquello. Nunca olvidaré el día en que se presentó mi padre en el hospital: se quedó de pie, con una agenda en la mano, porque faltaban pocos días para mi cumpleaños (estaba a punto de cumplir siete), y me preguntó: “¿Qué quieres que te regale, hijo?” y anotó todo lo que le dije en su agenda. No volví a verlo hasta al cabo de muchos años. No me hizo ni un puñetero regalo. Mi padre no era uno de mis personajes favoritos.

Permanecí en el hospital un año y luego estuve bastante convaleciente, de modo que no regresé a la escuela hasta al cabo de dos años. En aquella época no podías recuperar curso. Iba siempre retrasado respecto a mis compañeros. No tuve un maestro que me dijera: “Yo te ayudaré, hijo.” Siempre iba retrasado. Me convertí en el gracioso de la clase y me hice amigo de los chicos más fuertes para que me protegiesen. Empecé a odiar la escuela con toda el alma y comencé a hacer novillos. Mi madre me enviaba todos los días a la escuela, pero yo me iba a dar un paseo por el parque con un par de chicos. Redactábamos unas notas disculpando nuestra ausencia, pero siempre se daban cuenta de que lo habíamos escrito nosotros, porque estaban llenas de faltas.

No aprendí a leer hasta los nueve años. Mi madre no podía ocuparse de enseñarme porque tenía que trabajar, pero lo hizo la chica que me cuidaba. Sé leer, pero no sé escribir correctamente; escribo fonéticamente. Lamento no haber aprendido de niño, pues me ha impedido ampliar mis conocimientos. Yo no aprendí latín. John aprendió latín y pintura.

Liverpool era una ciudad lúgubre y deprimente, pero los niños que vivíamos allí lo pasábamos en grande. Tenía un grupito de tres niños que íbamos juntos a todas partes. Hacíamos de detectives, de vaqueros y estudiábamos en la misma escuela; éramos amigos íntimos. Aquello constituyó mi mundo hasta los once o doce años. Las zonas bombardeadas eran un paraíso. Para nosotros constituían un inmenso campo de juegos. “Nos vemos donde las bombas”, decíamos.
Íbamos a todas partes andando. Mis amigos y yo no teníamos dinero para el autobús. Yo no tuve una bicicleta hasta más tarde. Mi madre me compró una de segunda mano. 
De niño me había trazado muchos planes. Quería ser vagabundo, porque se dirigían a todas partes andando, aunque también siempre quise ser marino mercante y recorrer el mundo en un barco. “Quiero conocer muchos sitios y comprarme una silla para montar a camello.” Yo pertenecía al Sea de los Scouts, o exploradores marinos. Practicábamos en una sala de adiestramiento y jugábamos con rifles; era muy emocionante. A mí me expulsaron porque me fugué con un rifle. Jamás vi un barco. En realidad siempre acababan echándome de todas partes.

Tenía algunos juguetes, por supuesto. Siempre me hacían tantos regalos como mi madre y mis tías y tíos podrían comprarme. Me gustaba cambiar mis juguetes con los otros niños. Siempre quería lo de los demás. Nunca me sentía satisfecho con lo que tenía.

Al cumplir doce años me trasladé a la escuela secundaria, pero seguí haciendo novillos. El mayor recuerdo que guardo de Dingle Vales es el almuerzo. 
Estaba a media hora de distancia a pie.
Siempre andábamos metidos en alguna pelea. Si te zurrabas con un chico y le hacías daño, al día siguiente te esperaba en la puerta de la escuela con un tiarrón, que te dejaba inconsciente en el suelo o te zarandeaba y metía el miedo en el cuerpo. Me habría gustado tener un hermano mayor que sacudiera a los cabrones que me pegaban. Pero como no tenía padre ni hermano mayor, mi madre me defendió en muchas ocasiones.

Harry, mi padrastro, entró en escena cuando yo tenía once años. Trabajaba de pintor y decorador. Me hacía reír, me compraba cómics y entendía mucho de música. Le gustaba hablar de música conmigo, pero no me imponía sus criterios. Era un buen tipo. Todos los animales y los niños le querían. Harry me enseñó a ser amable.
Yo quería mucho a Harry, y a mamá también. Un día me dijeron que iban a casarse. “¿Qué te parece?”, me preguntó mi madre. Yo estuve furioso durante un tiempo, porque tenía trece años;  pero sabía que si me oponía, mi madre no se casaría. Respondí: “Me parece bien”, porque Harry era un buen hombre.

Fue un gran día cuando desapareció el racionamiento, aunque eso no significó que pusiésemos comprar todo lo que nos apeteciera, pues no teníamos dinero. En realidad, el racionamiento no nos afectó a los pobres.

Cuando cumplí trece años empecé a ver las cosas con más claridad. Liverpool me parecía una ciudad lúgubre y sucia; estaba impaciente por marcharme, por vivir en un lugar con jardincito. Tengo una afinidad con el color verde, el mar y el espacio. Siempre he necesitado tener vistas a una gran amplitud. Creo que eso debe ser la claustrofobia que me producía Liverpool. Sigo siendo algo vagabundo. Trato de controlarme, pero el instinto es más fuerte que yo.

A los trece años contraje pleuresía. Liverpool era un caldo de cultivo de tuberculosis, especialmente donde vivía yo. Debido a ello me ausenté durante mucho tiempo de la escuela, y al final enfermé de tuberculosis. Pasé un año en un invernadero. La segunda vez que estuve en el hospital tendría trece o catorce años, estaba en la pubertad, y cuando las enfermeras nos daban un beso de buenas noches nos poníamos cachondos. 
Había dos salas separadas por una mampara; las chicas ocupaban una y los chicos otra. Había mucha pasión en aquella zona del hospital. Por las noches los chicos nos dirigíamos al pabellón de las chicas para tratar de toquetearlas. Yo esperaba durante horas para tocar una teta.
Yo averigüé lo relativo al sexo a una edad muy temprana, en dos ocasiones. Dos niñas dijeron a su madre que yo les había quitado las bragas y les había mirado y tocado sus partes. En aquel entonces yo tenía ocho años. Éramos niños, sólo mirábamos y tocábamos, lo natural a esa edad. Era como vivir en una granja. Teníamos un amigo cuya hermana nos dejara que la tocáramos. Era lo único que hacíamos, mirar y tocar, y reírnos.
Perdí la virginidad cuando tendría unos dieciséis años. Fue muy curioso: dos chicas y un amigo mío. Lo hicimos en un parque, sobre la hierba, con la música de la feria de fondo. Fue muy emocionante. A esa edad, cuando lo haces por primera vez, ya no quieres dejar de hacerlo. Yo no pude sacarme esa experiencia de la cabeza durante mucho tiempo.

Antes de ingresar en el hospital por segunda vez, cuando me dirigía a la escuela pasaba por una tienda de música pequeña. En el escaparate había guitarras, banjos, acordeones y mandolinas, pero lo que más me llamaba la atención era la batería. Todas las mañanas cuando iba y regresaba de la escuela me paraba a contemplarlo. Costaba 26 libras, una fortuna.
Empecé a tocar el tambor en 1954, en el hospital, donde nos daban clases de música para entretenernos. Formaba parte de la banda del hospital. Permanecí en la cama durante diez meses, de modo que había que hacer algo para entretenerse: o eso o hacer media. Allí es donde empecé a tocar en serio. A partir de entonces era lo único que quería hacer, tocar la batería.
También por aquella época, a la salida del hospital, empecé a escuchar música. A los catorce años me compré mis tres primeros discos.

Me compré mi primer instrumento, un gigantesco bombo. En aquellos días organizábamos muchas fiestas. Yo golpeaba mi bombo y les volvía locos, pero como era un niño me lo permitían.
A los quince años yo cantaba en el coro a cambio de un poco de dinero.

Después de los trece dejé los estudios. Un día fui a recoger un documento que confirmaba que había asistido a la escuela, para poder cobrar el paro hasta que me ofrecieran un trabajo. Así que fui allí y dije: “Disculpe, ¿pueden darme el papel que demuestra que he cumplido quince años y he estudiado en esta escuela?” Después de mirar en sus archivos respondieron: “Tú no has estudiado aquí.” Yo insistí: “Les aseguro que sí.” Por fin encontraron la inscripción, pero lo cierto es que no recordaban que yo hubiera estudiado allí. 
Luego, al cabo de los siete u ocho años, cuando ya triunfábamos como The Beatles, en mi escuela organizaron una fiesta en la que exhibieron “mi” pupitre y cobraron a la gente por poder sentarse en él. No creo que distinguieran mi pupitre de los otros.

Me aterrorizaba la idea de que me llamaran para cumplir el servicio militar. Por esa razón me hice aprendiz de mecánico. Un día a la semana asistía a la escuela y el resto del tiempo trabajaba. Fue allí donde conocí a Roy Trafford. Nos hicimos muy amigos. Todavía lo somos. Él y yo íbamos a pubs y luego al The Cavern.
A Roy y a mí nos gustaba el mismo tipo de música, especialmente el rock. Éramos unos teddy boys. Limábamos las arandelas del cinturón, que constituían un arma muy peligrosa. Estábamos todos locos. Algunos teddy boys ocultaban hojas de afeitar detrás de las solapas, de modo que si alguien le agarraba de la solapa se cortaba los dedos. Nos metíamos en peleas territoriales. Yo no acuchillé ni maté jamás a nadie, pero a mí me apalizaron varias veces, generalmente los mismos tipos con los que andaba. Era terrible. Yo he visto a gente perder los ojos; he visto a gente acuchillada; he visto a tíos machacar a otro con un martillo.

Un buen día decidí abandonar todo eso, cuando empecé a tocar. Roy y yo queríamos ser músicos, no nos interesaba la vida de pandilla. La música me obsesionaba, y gracias a Dios a los diecinueve logré dejar esa vida.

Cuando un familiar de Harry murió, Harry fue a Romford y vio que había una batería en venta por 12 libras. Toda la familia aportó dinero y Harry me la regaló por Navidad. Era una batería magnífica. Practicar en casa era imposible por el ruido, así que la única forma que tenía era  uniéndome a un grupo. Yo trabajaba en la fábrica y a la hora del almuerzo tocábamos para nuestros colegas en un sótano. Luego empezamos a tocar en sitios donde nos daban consumiciones gratis. Tocamos en varias bodas.

Me convertí en un músico semiprofesional. De día trabajaba de aprendiz y por las noches tocaba la batería. Mi carrera comenzó en esa época, pasando por Rory Storm, Tony Sheridam y con The Beatles. Toqué con muchos grupos.
Rory Storm and the Hurricanes me parecían geniales. Fueron los primeros en Liverpool que se dedicaron por completo al rock.
Yo no sabía si Rory había escuchado a otros baterías, pero el caso es que pasé el examen y me incorporé al grupo. Es curioso porque le causé la misma impresión que después de The Beatles. Cuando me presenté a la audición presentaba un aspecto un poco chocante.

En Liverpool el lugar más importante para tocar era el The Cavern. Cuando llegamos allí nos pitaron y nos tacharon de traidores porque se suponía que éramos un grupo de skiffle. Sonábamos más rock.

[…]

Una tarde, poco antes de trasladarnos a Butlins, fuimos a Jacaranda, un local de Liverpool. Por las noches solía tocar allí una banda de percusión, pero aquella tarde había tres tipos tocando la guitarra. Rory, Johnny Guitar y yo entramos a echar un vistazo. Yo los conocía: eran John y Paul, que estaban enseñando a Stuart a tocar el bajo. Nosotros éramos los profesionales y ellos unos jóvenes que luchaban por hacerse un nombre en la música. Yo no tenía una imagen de ellos en la cabeza. En aquellos días no eran más que un grupo de principiantes. 
La razón por la que Rory Storm and the Hurricanes hubieran constituido en su momento el grupo más destacado de Liverpool se debía a que todos llevaban trajes idénticos. Posteriormente Brian Epstein hizo lo mismo con The Beatles.
En Liverpool lucía siempre muchos anillos y la gente a veces decía: “¡Eh! ‘Rings’.” Yo me llamaba Richard, de ahí pasó a Ritchie… y a Rings. Cuando nos cambiamos el nombre decidí llamarme Ringo. Al principio pensé en llamarme Ringo Starkey, pero no sonaba bien, de modo que corté el nombre por la mitad y añadí una "r".




Hice mi aprendizaje con Rory Storm; éramos unos profesionales auténticos.

Era lo que yo hacía mientras John, Paul y George se afanaban en ocupar un hueco en el panorama musical. A Rory y a mí nos iba tan bien que la primera vez que nos ofrecieron actuar en Hamburgo, rechazamos la oferta. Pero en otoño de 1960 fuimos a tocar a Alemania y allí es donde conocí a The Beatles
A propósito, ¿qué fue de esos chicos?...

No hay comentarios:

Publicar un comentario