Nací el 7 de julio de 1940 en el número 9 de Madryn Street,
Liverpool 8. Había una luz en el extremo del túnel que yo debía alcanzar, y así
fue como salí, así fue como nací. Hubo gritos de alegría. Mi madre solía decir
que la Segunda Guerra Mundial se produjo porque nací yo. No sé a qué se
refería, jamás comprendí el significado de esa frase, pero eso decía. Supongo que
era la única forma en que podía celebrarlo. Quién sabe, igual es cierto.
No recuerdo la guerra ni las bombas, aunque causaron graves
destrozos en Liverpool. Teníamos que correr a ocultarnos cada dos por tres,
según me han contado, nos ocultábamos en la carbonera que había en el sótano
(parecía un armario). Recuerdo los inmensos boquetes que había en la calle,
donde antes se alzaban edificios. Más adelante, de niño, jugaba entre los
escombros y los refugios antiaéreos.
Mi primer recuerdo es el de pasear en cochecito. Iba con mi
madre, mi abuela y mi abuelo. No sé dónde nos hallábamos, pero debía ser una
zona rural, porque nos perseguía una cabra. Todos se asustaron mucho, y yo
también, por supuesto. La gente corría y gritaba porque nos perseguía un
animal.
Siempre hemos sido personas sencillas, pobres, de clase obrera
tanto por parte paterna como materna. La madre de mi madre era muy pobre. Tenía
catorce hijos. Se rumorea que mi bisabuela tenía bastante dinero, y que
alrededor de la casa había una verja cromada. Bueno, al menos relucía. Puede que
me haya inventado ese dato. Ya sabe lo que ocurre: uno sueña cosas, o tu madre
te cuenta unas historias, y acabas creyendo que las has visto con tus propios
ojos.
Mi verdadero apellido es Parkin, no Starkey. Mi abuelo se
llamaba Johnny Parkin. Cuando la madre de mi abuelo volvió a casarse, lo cual
era bastante escandaloso en aquellos tiempos, lo hizo con un tal Starky, de
modo que mi abuelo pasó a apellidarse también Starkey. (Yo encargué que me
hicieran el árbol genealógico en los sesenta, pero sólo pude remontarme dos
generaciones. Tuve que acudir a mi familia para averiguarlo, pero no querían
decir nada por temor a que se enterara la prensa).
Mi padre era panadero; creo que así es como se conocieron
mis padres. Él trabajaba confeccionando pasteles, de modo que durante la guerra
siempre tuvimos azúcar. Cuando cumplí tres años mi padre nos abandonó. A partir
de entonces mi madre y yo nos quedamos solos, hasta que ella volvió a casarse,
cuando yo tenía trece años.
No recuerdo bien a mi padre. Sólo lo vi unas cinco
veces después de que se marchara de casa, y nunca me llevé bien con él porque
mi madre me había lavado el cerebro para convencerme de que era un cerdo. Me daba
rabia que se hubiera marchado. Más tarde sentí una rabia más intensa cuando me
sometí a una terapia de rehabilitación, cuando me encaré conmigo mismo y mis
sentimientos. Yo creía haber resuelto ese problema de niño, pero lo único que
había conseguido era sepultar mi rabia.
Mi madre me había enseñado que había
que resignarse. Fuimos la última generación de quienes nos decían: “hay que
pechar con las desgracias.” Uno nunca exteriorizaba los sentimientos.
Durante un tiempo mi madre no dio pie con bola. El abandono
de mi padre le causó gran dolor y aceptó cualquier trabajo, por humilde que
fuera, con tal de poder darme de comer y vestirme. Hizo de todo: de camarera, de
fregona y de dependienta de un comercio de alimentación. Al principio vivíamos
en una casa enorme con tres dormitorios, pero no podíamos permitirnos el lujo
de seguir allí cuando mi padre nos dejó. Éramos de clase obrera, y en Liverpool, cuando un padre te abandonaba
pasabas a ser de clase obrera baja. De modo que nos mudamos a una casa de dos
dormitorios, uno para mi madre y otro para mí. Había sido declarada en ruinas
diez años antes de que nos instaláramos, pero vivimos allí veinte años. Nos mudamos
de una calle a la siguiente, desde Madryn St a Admiral Grove.
Recuerdo la casa
de Admiral Grove, la cual tampoco tenía jardín. En un rincón del patio estaba
el retrete; nunca dispusimos de un cuarto de baño. Pero era nuestro hogar y a
nosotros nos parecía perfecto.
Puesto que mi padre nos había abandonado, a mi me criaron
mis abuelos y mi madre. Lo curioso es que los abuelos eran los padres de mi
padre. Me querían mucho y se ocupaban de mí. Eran fantásticos. También me
llevaban de vacaciones. Mi abuela era una mujer corpulenta que se llamaba Annie
y mi abuelo era un hombre menudo. Cuando se tomaba unas copitas y se metía en
algún lío, mi abuela se arremangaba, adoptaba una pose de boxeo y decía: “¡No me hables en ese tono,
Johnny! ¡Ven aquí, sinvergüenza!” Era una mujer de armas tomar, una
superviviente nata. También era la reina del vudú en Liverpool. Cuando me ponía
enfermo mi madre me envolvía en una manta y me llevaba a casa de mi abuela,
para que me curara. Mi abuela tenía dos remedios para todo: una cataplasma de
pan y una bebida caliente. Todos me cuidaban y mimaban, era el centro de
atención. Era hijo único, siempre fui el centro de atención de mi familia.
Mi abuelo era muy aficionado a las carreras de caballos. Tenía
un sillón en el que se sentaba siempre. No se movió de él durante toda la
guerra. Nunca fue a refugiarse, aunque los ladrillos de su casa volaran por los
aires. De niño todo mi afán era sentarme en ese sillón.
La muerte de mi abuelo
fue uno de los momentos más tristes de mi vida. Yo tenía diecinueve o veinte
años. Lo enterraron y fue un día tristísimo. A partir de entonces decidí que
prefería que incineraran mis restos; no quiero someter a nadie al terrible rito
de cavar una gran fosa y enterrarme en ella. Yo aguanté hasta ese instante. No lloré
hasta que hubieron sepultado a mi abuelo, y entonces me vine abajo.
La escuela de St Silas ocupa un lugar importante en mi
memoria. Recuerdo con exactitud el primer día, o quizás se deba a que mi madre
me lo ha contado muchas veces. Estaba ubicada en nuestra calle. En aquellos
días tus padres te acompañaban hasta la puerta y decían: “Hala, que te vaya
bien.” De aquel día retengo en la memoria un edificio enorme, el edificio más
grande del planeta, un millón de chicos jugando en el patio y yo, que por
cierto estaba atemorizado. A la hora del almuerzo regresé a casa; en aquella
época los niños podían andar solos tranquilamente por la calle. Al parecer
regresé y dije: “Nos han dado fiesta.” A mi estilo infantil quise decir: “Las
clases han acabado por hoy, mamá.” Ella me creyó hasta que vio a los otros
chicos regresar a la escuela después de comer. “Ya te estás yendo para el
colegio”, dijo. No recuerdo haber disfrutado nunca en la escuela. Siempre hacía
novillos; sólo asistí unos cinco años.
Cuando tenía seis años y medio contraje una grave
peritonitis. Se me reventó el apéndice; fue un drama tremendo. Estábamos todos
en casa y yo me moría de dolor; de modo que estaba rodeado por toda mi familia.
Vino a verme el médico y de pronto unas personas me tomaron en brazos, me
colocaron sobre una camilla, me instalaron en una ambulancia y me trasladaron
hasta el hospital. Antes de ponerme la anestesia me preguntaron: “¿Quieres
algo?” y yo repuse: “¿Puedo beber una taza de té?” “Podrás tomártela cuando
salgas del quirófano.” Me dieron una taza de té al cabo de diez semanas, que
fue lo que tardé en recobrar el conocimiento. Fue una operación grave,
especialmente en aquellos días. A mi madre le repitieron tres veces que yo no
viviría hasta la mañana siguiente. Eso fue muy duro para ella, y más tarde
comprendí por qué se mostraba tan posesiva conmigo. Tuve mucha suerte de salir
vivo de aquello. Nunca olvidaré el día en que se presentó mi padre en el
hospital: se quedó de pie, con una agenda en la mano, porque faltaban pocos
días para mi cumpleaños (estaba a punto de cumplir siete), y me preguntó: “¿Qué
quieres que te regale, hijo?” y anotó todo lo que le dije en su agenda. No volví
a verlo hasta al cabo de muchos años. No me hizo ni un puñetero regalo. Mi padre
no era uno de mis personajes favoritos.
Permanecí en el hospital un año y luego estuve bastante
convaleciente, de modo que no regresé a la escuela hasta al cabo de dos años. En
aquella época no podías recuperar curso. Iba siempre retrasado respecto a mis
compañeros. No tuve un maestro que me dijera: “Yo te ayudaré, hijo.” Siempre
iba retrasado. Me convertí en el gracioso de la clase y me hice amigo de los
chicos más fuertes para que me protegiesen. Empecé a odiar la escuela con toda
el alma y comencé a hacer novillos. Mi madre me enviaba todos los días a la
escuela, pero yo me iba a dar un paseo por el parque con un par de chicos. Redactábamos
unas notas disculpando nuestra ausencia, pero siempre se daban cuenta de que lo
habíamos escrito nosotros, porque estaban llenas de faltas.
No aprendí a leer hasta los nueve años. Mi madre no podía
ocuparse de enseñarme porque tenía que trabajar, pero lo hizo la chica que me
cuidaba. Sé leer, pero no sé escribir correctamente; escribo fonéticamente. Lamento
no haber aprendido de niño, pues me ha impedido ampliar mis conocimientos. Yo no
aprendí latín. John aprendió latín y pintura.
Liverpool era una ciudad lúgubre y deprimente, pero los
niños que vivíamos allí lo pasábamos en grande. Tenía un grupito de tres niños
que íbamos juntos a todas partes. Hacíamos de detectives, de vaqueros y
estudiábamos en la misma escuela; éramos amigos íntimos. Aquello constituyó mi
mundo hasta los once o doce años. Las zonas bombardeadas eran un paraíso. Para nosotros
constituían un inmenso campo de juegos. “Nos vemos donde las bombas”, decíamos.
Íbamos a todas partes andando. Mis amigos y yo no teníamos
dinero para el autobús. Yo no tuve una bicicleta hasta más tarde. Mi madre me
compró una de segunda mano.
De niño me había trazado muchos planes. Quería ser
vagabundo, porque se dirigían a todas partes andando, aunque también siempre
quise ser marino mercante y recorrer el mundo en un barco. “Quiero conocer
muchos sitios y comprarme una silla para montar a camello.” Yo pertenecía al
Sea de los Scouts, o exploradores marinos. Practicábamos en una sala de
adiestramiento y jugábamos con rifles; era muy emocionante. A mí me expulsaron
porque me fugué con un rifle. Jamás vi un barco. En realidad siempre acababan
echándome de todas partes.
Tenía algunos juguetes, por supuesto. Siempre me hacían
tantos regalos como mi madre y mis tías y tíos podrían comprarme. Me gustaba
cambiar mis juguetes con los otros niños. Siempre quería lo de los demás. Nunca
me sentía satisfecho con lo que tenía.
Al cumplir doce años me trasladé a la escuela secundaria,
pero seguí haciendo novillos. El mayor recuerdo que guardo de Dingle Vales es
el almuerzo.
Estaba a media hora de distancia a pie.
Siempre andábamos metidos en alguna pelea. Si te zurrabas
con un chico y le hacías daño, al día siguiente te esperaba en la puerta de la
escuela con un tiarrón, que te dejaba inconsciente en el suelo o te zarandeaba
y metía el miedo en el cuerpo. Me habría gustado tener un hermano mayor que
sacudiera a los cabrones que me pegaban. Pero como no tenía padre ni hermano
mayor, mi madre me defendió en muchas ocasiones.
Harry, mi padrastro, entró en escena cuando yo tenía once
años. Trabajaba de pintor y decorador. Me hacía reír, me compraba cómics y
entendía mucho de música. Le gustaba hablar de música conmigo, pero no me
imponía sus criterios. Era un buen tipo. Todos los animales y los niños le
querían. Harry me enseñó a ser amable.
Yo quería mucho a Harry, y a mamá también. Un día me dijeron
que iban a casarse. “¿Qué te parece?”, me preguntó mi madre. Yo estuve furioso
durante un tiempo, porque tenía trece años;
pero sabía que si me oponía, mi madre no se casaría. Respondí: “Me
parece bien”, porque Harry era un buen hombre.
Fue un gran día cuando desapareció el racionamiento, aunque
eso no significó que pusiésemos comprar todo lo que nos apeteciera, pues no
teníamos dinero. En realidad, el racionamiento no nos afectó a los pobres.
Cuando cumplí trece años empecé a ver las cosas con más
claridad. Liverpool me parecía una ciudad lúgubre y sucia; estaba impaciente
por marcharme, por vivir en un lugar con jardincito. Tengo una afinidad con el
color verde, el mar y el espacio. Siempre he necesitado tener vistas a una gran
amplitud. Creo que eso debe ser la claustrofobia que me producía Liverpool. Sigo
siendo algo vagabundo. Trato de controlarme, pero el instinto es más fuerte que
yo.
A los trece años contraje pleuresía. Liverpool era un caldo
de cultivo de tuberculosis, especialmente donde vivía yo. Debido a ello me
ausenté durante mucho tiempo de la escuela, y al final enfermé de tuberculosis.
Pasé un año en un invernadero. La segunda vez que estuve en el hospital tendría
trece o catorce años, estaba en la pubertad, y cuando las enfermeras nos daban
un beso de buenas noches nos poníamos cachondos.
Había dos salas separadas por una mampara; las
chicas ocupaban una y los chicos otra. Había mucha pasión en aquella zona del
hospital. Por las noches los chicos nos dirigíamos al pabellón de las chicas
para tratar de toquetearlas. Yo esperaba durante horas para tocar una teta.
Yo averigüé lo relativo al sexo a una edad muy temprana, en
dos ocasiones. Dos niñas dijeron a su madre que yo les había quitado las bragas
y les había mirado y tocado sus partes. En aquel entonces yo tenía ocho años. Éramos
niños, sólo mirábamos y tocábamos, lo natural a esa edad. Era como vivir en una
granja. Teníamos un amigo cuya hermana nos dejara que la tocáramos. Era lo
único que hacíamos, mirar y tocar, y reírnos.
Perdí la virginidad cuando tendría unos dieciséis años. Fue
muy curioso: dos chicas y un amigo mío. Lo hicimos en un parque, sobre la
hierba, con la música de la feria de fondo. Fue muy emocionante. A esa edad,
cuando lo haces por primera vez, ya no quieres dejar de hacerlo. Yo no pude
sacarme esa experiencia de la cabeza durante mucho tiempo.
Antes de ingresar en el hospital por segunda vez, cuando me
dirigía a la escuela pasaba por una tienda de música pequeña. En el escaparate
había guitarras, banjos, acordeones y mandolinas, pero lo que más me llamaba la
atención era la batería. Todas las mañanas cuando iba y regresaba de la escuela
me paraba a contemplarlo. Costaba 26 libras, una fortuna.
Empecé a tocar el tambor en 1954, en el hospital, donde nos
daban clases de música para entretenernos. Formaba parte de la banda del
hospital. Permanecí en la cama durante diez meses, de modo que había que hacer
algo para entretenerse: o eso o hacer media. Allí es donde empecé a tocar en
serio. A partir de entonces era lo único que quería hacer, tocar la batería.
También por aquella época, a la salida del hospital, empecé
a escuchar música. A los catorce años me compré mis tres primeros discos.
Me compré mi primer instrumento, un gigantesco bombo. En aquellos
días organizábamos muchas fiestas. Yo golpeaba mi bombo y les volvía locos, pero
como era un niño me lo permitían.
A los quince años yo cantaba en el coro a cambio de un poco
de dinero.
Después de los trece dejé los estudios. Un día fui a recoger
un documento que confirmaba que había asistido a la escuela, para poder cobrar
el paro hasta que me ofrecieran un trabajo. Así que fui allí y dije: “Disculpe,
¿pueden darme el papel que demuestra que he cumplido quince años y he estudiado
en esta escuela?” Después de mirar en sus archivos respondieron: “Tú no has
estudiado aquí.” Yo insistí: “Les aseguro que sí.” Por fin encontraron la
inscripción, pero lo cierto es que no recordaban que yo hubiera estudiado allí.
Luego, al cabo de los siete u ocho años, cuando ya triunfábamos como The
Beatles, en mi escuela organizaron una fiesta en la que exhibieron “mi” pupitre
y cobraron a la gente por poder sentarse en él. No creo que distinguieran mi
pupitre de los otros.
Me aterrorizaba la idea de que me llamaran para cumplir el
servicio militar. Por esa razón me hice aprendiz de mecánico. Un día a la semana asistía a la escuela y el
resto del tiempo trabajaba. Fue allí donde conocí a Roy Trafford. Nos hicimos
muy amigos. Todavía lo somos. Él y yo íbamos a pubs y luego al The Cavern.
A Roy y a mí nos gustaba el mismo tipo de música,
especialmente el rock. Éramos unos teddy boys. Limábamos las arandelas del
cinturón, que constituían un arma muy peligrosa. Estábamos todos locos. Algunos
teddy boys ocultaban hojas de afeitar detrás de las solapas, de modo que si
alguien le agarraba de la solapa se cortaba los dedos. Nos metíamos en peleas
territoriales. Yo no acuchillé ni maté jamás a nadie, pero a mí me apalizaron
varias veces, generalmente los mismos tipos con los que andaba. Era terrible. Yo
he visto a gente perder los ojos; he visto a gente acuchillada; he visto a tíos
machacar a otro con un martillo.
Un buen día decidí abandonar todo eso, cuando empecé a
tocar. Roy y yo queríamos ser músicos, no nos interesaba la vida de pandilla. La
música me obsesionaba, y gracias a Dios a los diecinueve logré dejar esa vida.
Cuando un familiar de Harry murió, Harry fue a Romford y vio
que había una batería en venta por 12 libras. Toda la familia aportó dinero y Harry
me la regaló por Navidad. Era una batería magnífica. Practicar en casa era
imposible por el ruido, así que la única forma que tenía era uniéndome a un grupo. Yo trabajaba en la
fábrica y a la hora del almuerzo tocábamos para nuestros colegas en un sótano. Luego
empezamos a tocar en sitios donde nos daban consumiciones gratis. Tocamos en
varias bodas.
Me convertí en un músico semiprofesional. De día trabajaba
de aprendiz y por las noches tocaba la batería. Mi carrera comenzó en esa
época, pasando por Rory Storm, Tony Sheridam y con The Beatles. Toqué con
muchos grupos.
Rory Storm and the Hurricanes me parecían geniales. Fueron los
primeros en Liverpool que se dedicaron por completo al rock.
Yo no sabía si Rory había escuchado a otros baterías, pero
el caso es que pasé el examen y me incorporé al grupo. Es curioso porque le
causé la misma impresión que después de The Beatles. Cuando me presenté a la
audición presentaba un aspecto un poco chocante.
En Liverpool el lugar más importante para tocar era el The
Cavern. Cuando llegamos allí nos pitaron y nos tacharon de traidores porque se
suponía que éramos un grupo de skiffle. Sonábamos más rock.
[…]
Una tarde, poco antes de trasladarnos a Butlins, fuimos a
Jacaranda, un local de Liverpool. Por las noches solía tocar allí una banda de percusión,
pero aquella tarde había tres tipos tocando la guitarra. Rory, Johnny Guitar y
yo entramos a echar un vistazo. Yo los conocía: eran John y Paul, que estaban
enseñando a Stuart a tocar el bajo. Nosotros éramos los profesionales y ellos
unos jóvenes que luchaban por hacerse un nombre en la música. Yo no tenía una
imagen de ellos en la cabeza. En aquellos días no eran más que un grupo de
principiantes.
La razón por la que Rory Storm and the Hurricanes hubieran
constituido en su momento el grupo más destacado de Liverpool se debía a que
todos llevaban trajes idénticos. Posteriormente Brian Epstein hizo lo mismo con
The Beatles.
En Liverpool lucía siempre muchos anillos y la gente a veces
decía: “¡Eh! ‘Rings’.” Yo me llamaba Richard, de ahí pasó a Ritchie… y a Rings.
Cuando nos cambiamos el nombre decidí llamarme Ringo. Al principio pensé en llamarme Ringo Starkey, pero no sonaba bien, de modo que corté el nombre por la mitad y añadí una "r".
Hice mi aprendizaje con Rory Storm; éramos unos
profesionales auténticos.
Era lo que yo hacía mientras John, Paul y George se afanaban
en ocupar un hueco en el panorama musical. A Rory y a mí nos iba tan bien que
la primera vez que nos ofrecieron actuar en Hamburgo, rechazamos la oferta. Pero
en otoño de 1960 fuimos a tocar a Alemania y allí es donde conocí a The
Beatles.
A propósito, ¿qué fue de esos chicos?...