domingo, 20 de mayo de 2012

Paul McCartney.


Nací en el hospital un 18 de junio de 1942. Mi madre era enfermera y mi padre un vendedor de algodón que dejó los estudios a los catorce años.
Mi madre era católica y mi padre protestante. Se casaron bastante tarde y me tuvieron cuando rondaban los cuarenta.

En Liverpool había vestigios de la guerra por todas partes. Jugábamos mucho en los solares arrasados por las bombas y crecimos pensando que “solar” significaba más o menos “parque infantil”. Nunca lo relacioné con los bombarderos.
Recuerdo los inviernos. Era como estar en Siberia; en pantalón corto. Se te agrietaban las rodillas y te salían sabañones en la cara interior de las rodillas y en los  muslos de la humedad y el frío. 

Era boy scout, pero nunca reuní muchas insignias.

Mi colegio era un antiguo internado. Era muy oscuro y tenebroso. Entrabas a los once y de inmediato estabas en tercero.
A mucha gente  no le gusta el colegio. A mí no me volvía loco, pero tampoco me desagradaba y a veces me divertía mucho. Me interesaba la literatura inglesa porque teníamos un buen maestro. 
Lo que no me hacía gracia era que me dijesen lo que debía hacer.

Me gustaba ir a los muelles. Desarrollé mi filosofía religiosa allí. Los católicos siempre estaban discutiendo con los protestantes. El protestante decía: “todo lo que dice mi colega es falso. El pecado mortal no existe, no habéis nacido pecadores.” Y entonces el católico saltaba: “este señor no sabe que el pecado mortal sí existe, y que si no expiáis la culpa arderéis en el infierno por siempre jamás.” Nunca se ponían de acuerdo, aunque ambos eran cristianos.
En el muelle tuve oportunidad de oír muchas discusiones en torno a la religión y llegué a la conclusión de que God (Dios) sólo deriva de la palabra good (bien) sin la O y que Devil (diablo) sólo deriva de la palabra evil (mal) con un D más. 
En realidad, lo que ha hecho la gente a lo largo de la historia ha sido personalizar las dos fuerzas del bien y del mal.

Mi padre tenía instinto musical. De más joven había tocado la trompeta en una pequeña banda de jazz. Tocó la trompeta hasta que se le cayeron los dientes. En casa solía tocar el piano.  Siempre tuvo un piano. Suena de maravilla; aún lo tengo. Guardo algunos recuerdos de mi infancia maravillosos, como estar tendido en el suelo escuchando a mi padre tocar. Él me proporcionó la educación musical. En el colegio no te enseñaban nada, no teníamos clases de música. Nosotros, The Beatles, le rogábamos que tocase canciones.
Le decía: “papá, enséñame algo” y él contestaba: “si quieres aprender, aprende bien.” Era la vieja ética según la cual para aprender hacía falta un profesor. Al final, aprendí a tocar de oído, igual que él, inventándomelo todo.

Cuando hablaba con John de su infancia, me daba cuenta de que en la mía había habido mucho más afecto. Creo que por eso yo aprendí a ser tan abierto respecto a sentimientos en particular. No me importa ponerme sentimental. Conozco a mucha gente que se avergüenza de ello. A mí me parece una cualidad muy valiosa.

Mi padre también era un gran aficionado a los crucigramas y siempre nos decía que hiciéramos crucigramas, que mejoraría nuestra calidad de palabra. También podría ser muy tímido. Él y mi madre no me hablaron de sexo, les daba vergüenza. Mi padre intentaba explicármelo, pero se hacía un lío.

No obstante era estupendo, con muy buenas intenciones y mucho afán de superación. En realidad no llegó muy lejos, pero lo deseaba con todas sus fuerzas y también mi madre. Como ella era enfermera, mi hermano y yo íbamos para médicos, cosa que nunca habríamos logrado porque éramos demasiado perezosos. En ese ambiente me crié.

La muerte de mi madre cuando yo tenía catorce años fue el gran golpe de mi adolescencia. Murió de cáncer, pero de eso me enteré más tarde. En el momento no supe de qué había muerto.
Mi madre quería que habláramos bien. Una de las cosas que me hacen sentir más culpable es haberla puesto en evidencia por su manera de hablar. Pronunciaba ask con una A muy larga. Y yo decía: “se dice ask, mamá” y le tomaba el pelo. Cuando murió, recuerdo que pensé: “gilipollas, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué tuviste que menospreciar a tu madre?”

La muerte de mi madre dejó a mi padre destrozado. Eso fue lo peor, oír llorar a mi padre. Nunca lo había visto en aquel estado. Fue un golpe terrible para la familia. Maduras de golpe, porque nunca habías imaginado que oirías llorar a tu padre. No te extraña de las mujeres, pero cuando se trata de tu padre, comprendes que algo va muy mal y se tambalea tu fe en todo. Sin embargo, estaba decidido a  no dejar que me afectase. Seguí adelante. 
A esa edad, aprendí a ponerme el caparazón.

Aquello creó un vínculo muy fuerte entre John y yo, porque él perdió a su madre poco tiempo después. Ambos nos vimos abrumados por emociones que debíamos aprender a sobrellevar y, al ser adolescentes, teníamos que aprenderlo rápido. Comprendimos que había pasado algo de lo que no podías hablar, aunque sí podías reírte, porque los dos habíamos pasado lo mismo. A él le parecía bien reírse y a mí también. A todo el mundo le parecía bien. Nos podíamos reír de la muerte… pero sólo por fuera. 
John lo pasó fatal, pero los jóvenes no muestran su dolor; prefieren ocultarlo. De vez en cuando, un par de veces en los años siguientes, se abrió la herida. Nos sentábamos en alguna parte y soltábamos unas lágrimas juntos; no muy a menudo, pero nos sentaba bien.

Mi madre ya no estaba y nos tuvimos que ocupar de las tareas de la casa. Aprendí a cocinar algunas cosas.

Mi padre me compró una trompeta por mi cumpleaños, y me encantó. Durante un tiempo lo intenté con la trompeta pero entonces me di cuenta de que no podía cantar con esa cosa en la boca y le pregunté a mi padre si no le importaba que la cambiara por una guitarra, que también me encantaba. No le importó y cambié la trompeta por una acústica que aún conservo.
Como era zurdo, la tocaba con el mástil a la derecha. Aprendí algunos acordes al revés. A los catorce años compuse mi primera canción. Gracias a esa guitarra entré en The Quarry Men.

John era el ted de la zona. Más que conocerlo, lo veías. Estoy al corriente de la historia de John y, conforme me hago mayor, me doy cuenta de que su infancia lo marcó mucho. Su padre se fue de casa cuando tenía cuatro años. No creo que John lo superase nunca. Hablé con él de eso. Se preguntaba: “¿no se marcharía por mi culpa?”. Claro que no, pero no creo que John se librase nunca de esa sensación. 
En lugar de vivir con su madre, se fue a vivir con su tía Mimi y su tío George. Cuando murió su tío George, John empezó a pensar que los hombres de su familiar arrastraban una maldición. Él quería a su tío, nunca le costó querer a la gente. Todas esas pérdidas debieron afectarle mucho. Su madre vivía en lo que se llamaba “pecado”, conviviendo con un tío que tenía dos hijas, muy buenas chicas. John quería mucho a su madre, la idolatraba. Yo también la quería. Era fabulosa: muy guapa y divertida, con una preciosa melena pelirroja. Tocaba el ukelele. La mataron; la vida de John fue una tragedia tras otra. Esa desdicha hizo de John un matón, un ted. En Liverpool había mucha violencia, muchos teddy boys, y si los veías en un callejón intentabas escabullirte. Si habías tenido que buscarte la vida, como John, te protegías con algún tipo de fachada. Por eso siempre estaba tan a la defensiva. 
Yo lo veía de lejos, desde el autobús. Si aquel ted hubiese subido al autobús, yo no lo habría mirado muy fijamente por si me atizaba, porque era mucho mayor. Eso antes de conocerlo.

Ivan era un amigo mío que nació el mismo día que yo. Ivan también era colega de John. Me dijo un día: “la feria de Woolton Village es el sábado, ¿quieres venir?” y yo dije: “sí, no tengo nada que hacer.”

Fue un 6 de julio de 1957. Teníamos quince años. Recuerdo que entré en la feria: había un tiro al coco, un juego de aros, lo normal… y un grupo que tocaba en una tarima, con unas cuantas personas mirando.
En primer lugar nos dirigimos hacia el escenario, porque como buenos adolescentes nos interesaba la música. Vi un chico con pelo rizado y tirando a rubio, y una camisa de cuadros cantando un tema que me encantaba. No se sabía la letra pero daba igual porque ninguno nos la sabíamos tampoco. La estaba completando con versos verdes, pensé que era bueno y que cantaba bien.
Di una vuelta por la feria y después Ivan y yo pasamos detrás del escenario. El grupo se estaba preparando para la función de la noche. La gente bebía cerveza. Realmente yo era muy joven para aquello pero, “claro, tomaré un trago”. Intentaba no desentonar con los chicos mayores que, con dieciséis años, empezaban a beber. Vimos la función de la noche y fue buena, aunque casi estalla una pelea. Sin embargo no pasó nada, y yo me senté en el piano.
John iba un poco mamado, se me apoyaba en el hombro y olía a alcohol. Todos estábamos un poco borrachos. Yo pensaba: “maldita sea, ¿quién es éste?” Pero a él le gustaba lo que yo tocaba. Después toqué la guitarra, al revés. The Quarry Men alucinaron al ver que conocía y podía cantar “Twenty Flight Rock”. 
Gracias a eso, entré en lo que posteriormente serían The Beatles.

Un día me encontré con un chico de The Quarry Men mientras iba en bici. Era muy amigo de John. Me dijo: “eh, Paul, el otro día estuvo bien y hemos estado hablando. ¿Te gustaría entrar en el grupo?” Yo contesté: “tengo que pensarlo.” Pero estaba muy emocionado, así que accedí a entrar.

Conocía a George del autobús. George vivía a una parada de autobús de mi casa. Yo tomaba el autobús para ir al colegio y él subía en la parada siguiente. Creo que éramos más o menos de la misma edad, empezamos a hablar, aunque yo me dirigía a él con un tono condescendiente, porque él tenía un año menos. (Ahora sé que mantuve ese fallo durante tola la época de The Beatles. Si conoces a un chico cuando él tiene trece y tu catorce, cuesta llegar a considerarlo un adulto. George aún me parece un niño y Ringo me sigue pareciendo muy  mayor porque me lleva dos años).

Les hablé a John y a los demás Quarry Men de aquel chaval del colegio llamado George. “Es un guitarrista bueno de verdad y estáis pensando en un guitarra… es vuestro chico.” Contestaron: “vale, vamos a oírlo.” George tocaba “Raunchy” tan bien que sonaba como en el disco. Una noche, todos íbamos en el piso de arriba de un autobús vacío y le dije: “venga, George.” Él agarró la guitarra y ya lo creo que sabía tocarla. Todo el mundo asintió: “estás dentro. Lo has conseguido.” Con George fue un poco como: “es joven pero, Dios, qué bien toca.” Desde entonces consideramos a George algo así como nuestro guitarrista profesional. Más tarde, John cedió el puesto de solista a George y él se quedó con la guitarra rítmica.
Para entonces, John ya iba a la escuela de artes y oficios. Yo tenía quince, John casi diecisiete. Cuando quería hacer algo de adultos se preocupaba por la pinta aniñada de George.

Una vez, George y yo quisimos ir al cine. Pese a mi cara de niño, yo conseguía colarme en el mundo adulto, pero George no. Tenía toda la pose, pero pinta de niño. Recuerdo que fuimos a su jardín trasero y le pinté un bigote con un poco de tierra. Estaba ridículo, pero pensé: “da el pego… entraremos.” Y entramos.

Perdí el interés en Elvis cuando dejó el ejército. Me parecía que lo habían amansado mucho.

Pasamos siglos intentando aprender la intro de “That’ll Be The Day”, y John la sacó por fin.
John era muy miope. Llevaba gafas, pero solo se las ponía en privado.

Los gustos de John, George y los míos eran muy parecidos. Nos intercambiábamos música como locos. Y cuando John nos manifestaba otra faceta de sus gustos musicales, yo me sentía como en casa, cuando mi padre me ponía la música que le gustaba. Cuando no estábamos tocando en fiestas o en concursos, escuchábamos cómo tacaban otros chicos y acabamos yendo a la caza de acordes y discos. Era como buscar el Santo Grial. Así conseguíamos las cosas,  yendo en autobús a alguna parte para hablar con un hombre que tenía un disco, o en las fiestas de adolescentes. Los chicos vendían con un puñado de singles; una bolsa de la compra llena. Y entonces salía nuestro lado más ruin. Conforme la gente se emborrachaba, les robábamos los discos.

Empecé a juguetear con el piano de mi padre. Compuse con él “When I’m Sixty Four” a los dieciséis años, y nunca la olvidé.

A menudo me saltaba las clases por la tarde, John pasaba de ir a la escuela de artes y nos sentábamos a aporrear las guitarras. Íbamos a mi casa porque no podíamos ir a ninguna otra parte. Mi padre estaba trabajando. Pillábamos una pipa y fumábamos té para sentirnos adultos. Los dos teníamos guitarras acústicas; nos sentábamos frente a frente y tocábamos. Era estupendo, porque en lugar de buscar una canción en mi mente podía mirar cómo tocaba John: como si él fuera el reflejo de lo que yo estaba haciendo. Era un buen modo de componer.
Componíamos canciones juntos. Yo las escribía en un cuaderno, y arriba siempre ponía: “otra composición original Lennon/McCartney.” Página siguiente: “otra composición original Lennon/McCartney.” Sólo eran las letras y notas de los acordes. Teníamos que memorizar las melodías e indicar dónde iban los “oh” de los coros; no teníamos manera de guardarlas. No había casetes y uno no se podía permitir el lujo de hacerse con una grabadora. Tenías que relacionarte con alguien que tuviera. Al principio no nos interesaba nuestro propio material hasta tal punto. Todo consistía en recordar las canciones que habíamos compuesto.

John y yo teníamos una ley táctica: si nosotros no podíamos recordarlas, ¿cómo íbamos a esperar que las recordasen personas que no las habían compuesto?
Hicimos “Love Me Do” y “I Saw Her Standing There” y sentamos las bases del trabajo en equipo. Uno venía con una idea y nos la íbamos pasando. Así se establecía una competitividad sana mientras la idea rotaba de uno a otro. La armónica está muy bien y John sabía tocarla.

A John le gustaban algunas de mis letras y otras no. Aprobaba casi todo lo que yo hacía, pero a veces había una frase que rechinaba, como “she was just seventeen, she’d never been a beauty queen.” John pensaba: “¿La guapa de la fiesta? Ugh.” Al final quedó: “You know what I mean.” Era bueno, porque no sabes lo que quiero decir.

Aprendimos juntos, y poco a poco las canciones fueron mejorando. En aquellos tiempos podías ir a estudios locales y, siempre que pudieras reunir el dinero, grabar un disco. Fuimos varias veces, pero en una ocasión John cantó “That’ll Be The Day” y la cara B era “In Spite Of All The Danger”. John y yo la cantamos y George tocó él solo. Cuando nos dieron el disco, acordamos tenerlo una semana cada uno.

En aquella época, yo también tocaba la guitarra. Éramos tres en el grupo y todos guitarristas: John, George y yo. Tocábamos aquí y allá, por Liverpool, y al cabo de un tiempo todos los demás habían desertado para ponerse a trabajar, ir a la universidad, lo que fuera. Nos presentábamos solos a los bolos con tres guitarras, y la persona que nos había contratado preguntaba: “¿Y dónde está el batería?” y decíamos: “el ritmo lo llevan las guitarras.” Te quedas ahí plantado con una gran sonrisa y te tiras el farol.

Nos enteramos de que había buenas oportunidades en los concursos de talento. Nos presentamos a uno y fracasamos miserablemente; siempre nos derrotaban. Jamás en la vida ganamos uno.

Stuart Stutcliffe era un amigo de John de la escuela de artes. Había vendido una pintura por 65 libras, ¿y qué se hace con 65 libras? Todos se lo recordamos mientras tomábamos café: “es curioso que hayas conseguido esa cantidad, Stuart; es casi lo que cuesta un bajo Hofner.” Él dijo: “no, no me lo puedo gastar en eso.” En aquellos tiempos era una fortuna. Dijo que tenía que comprar lienzos y pinturas. Le dijimos: “Stu, entra en razón, cielo. Un Hofner, una pasada de grupo… ¡La fama!” Cedió por fin. El problema es que no sabía tocar bien. Aquello era un ligero inconveniente, pero tenía buena pinta, así que no supuso ningún problema.

Cuando entró en el grupo le teníamos un poco de envidia; fue algo que yo no llevé muy bien. Siempre nos sentíamos algo envidiosos de las otras amistades de John. Él era el mayor, no se le podía hacer nada. Cuando Stuart entró, me sentí como si nos estuviera quitando el puesto a George y a mí. Quedamos un poco desplazados. Stuart era de la edad de John, iba a la escuela de artes y oficios, pintaba muy bien y tenía un aire de credibilidad que a nosotros nos faltaba. Nosotros éramos más jóvenes, íbamos al instituto y no parecíamos serios.

Así, y con el batería de turno – y hubo unos cuantos – sumamos cinco.



lunes, 9 de abril de 2012

John Lennon.

¿Qué puedo deciros de mi mismo que no sepáis ya gracias a esos que nunca mienten?

Llevo gafas. Como nací el 9 de octubre de 1940, no soy el primer Beatle. El primer Beatle es Ringo, aunque no fue Beatle hasta mucho más tarde que el resto de nosotros, y estuvo tonteando en otros grupos y eso antes de comprender dónde le aguardaba su amargo destino.

Al 90% de las personas de este planeta, sobre todo de Occidente, les ha traído al mundo una botella de whisky un sábado por la noche, y el hijo no figuraba entre los planes. El 90% de nosotros somos accidentes: no conozco a nadie que haya proyectado tener un niño. Todos somos sorpresas de un sábado noche.

Mi madre era ama de casa, supongo. Era comedianta y cantante. No profesional, pero solía salir a cantar en pubs y sitios así. Tenía buena voz.
Mi madre y mi padre se separaron cuando yo tenía cuatro años y me fui a vivir con mi tía Mimi. Mimi me dijo que mis padres se habían desenamorado. A él, pronto le olvidé. Como si hubiera muerto. Pero a mi madre la veía de vez en cuando y nunca dejé de quererla. A menudo pensaba en ella, aunque tardé mucho en darme cuenta de que vivía a solo diez o quince kilómetros de distancia.

Mi familia a constituían cinco mujeres. Cinco mujeres fuertes, inteligentes y hermosas, cinco hermanas. Los hombres eran invisibles. Yo siempre estaba con las mujeres. Las oía hablar de los hombres y de la vida, y se enteraban de todo. Los hombres no. Aquélla fue mi primera educación feminista.

Lo más doloroso es no sentirse querido o comprender que tus padres no te necesitan tanto como tú a ellos. Cuando era pequeño, pasé por momentos en que prefería no ver las cosas desagradables, no deseaba saber que no me querían. El desamor acabó calando en mis ojos y en mi pensamiento. En realidad, nunca me quisieron. Si soy una estrella, es sólo a causa de mi represión. Nada me habría llevado a todo esto si yo fuera “normal”.

A veces me alegraba de no tener padres. Los parientes de mis amigos, en general, guardaban poco parecido con la humanidad. Tenían la cabeza llena de temores burgueses mezquinos. ¡En la mía estaban mis propias ideas!

Penny Lane es un barrio de las afueras, donde viví con mi madre, mi padre (aunque era marino, siempre estaba en alta mar) y mi abuelo. Al marcharme de Penny Lane me fui con mi tía, que vivía en la periferia, en un bonito chalet adosado con un pequeño jardín y rodeado de médicos, abogados y gente así; no la imagen pobre y sórdida que se ha proyectado.

La primera cosa que recuerdo es una pesadilla.

Liverpool se estaba convirtiendo en una ciudad pobre, muy pobre, y dura. Era una ciudad portuaria, el segundo puerto más grande de Inglaterra.

Strawberry Field era una vieja casa victoriana reformada para los huérfanos del Ejército de Salvación. De niño iba a las fiestas al aire libre con mis amigos. Siempre nos divertíamos en Strawberry Field.

En el jardín de infancia yo ya tenía algo. Era distinto a los demás. Toda la vida he sido distinto. No fui un caso de “entonces se tomó un ácido y vio la luz” o “entonces se fumó un porro de maría y vio la luz”. Todo es igual de importante. Mis influencias son enormes, desde Lewis Carroll a Oscar Wilde, hasta los niños de barrio que vivían cerca y acabaron en la cárcel.

Era el cerebro de mi grupo de amigos. Nunca me hablaron de sexo, lo aprendí de las paredes de los váteres. A los ocho años, ya lo sabía todo.

En Inglaterra hay un examen llamado Eleven Plus con el que te machacan desde los cinco años. “Si no apruebas el Eleven Plus, estás acabado para siempre”. Fue el único examen que aprobé en la vida, porque estaba aterrorizado.

Era agresivo porque quería estar bien considerado. Quería ser el jefe. Me atraía más eso que ser uno de los segundones. Quería que todo el mundo me obedeciese, riese mis bromas y me dejaran mandar.

Cuando tenía unos doce años, pensaba que sería un genio pero que nadie se daba cuenta. Pensaba: “O soy un genio o estoy loco. ¿Cuál de las dos cosas? No puedo estar loco porque no me han encerrado… luego, soy un genio”. O sea, el genio es una variedad de loco. Si existen los genios, yo lo soy. Si no, me da igual. Lo pensaba de pequeño cuando escribía poesía o pintaba. No me sentí realizado cuando The Beatles se hicieron famosos; he sido así toda la vida.

Si echas un vistazo a las notas, siempre pone lo mismo: “Tiene demasiadas cosas en la cabeza” o “malgasta la vida soñando despierto”.
Sí. En el colegio malgasté la vida soñando despierto. Pasé veinte años en trance porque me aburría a más no poder. Si no estaba en trance, no estaba allí; me iba al cine o a dar una vuelta.

Todos los niños dibujan, escriben poesía y todo eso, y algunos lo seguimos haciendo hasta los dieciocho, pero la mayoría lo dejan hacia los doce, cuando aparece un tipo y les dice: “No eres bueno.” Eso es lo que nos dicen toda la vida: “No lo haces bien. Es un bodrio.” Nos ha pasado a todos, pero si alguien me hubiera dicho, a lo largo de mi vida: “Sí, eres un gran artista”, habría sido una persona más segura.

En el colegio Quarry Bank me tenían por duro pero lo cierto es que me lo montaba para parecer más duro de lo que era. Solía meterme en líos. Me vestía de matón, como un teddy boy. Claro que si iba a los barrios bajos y me tropezaba con otros teddy boy, corría peligro. En el colegio era más fácil porque ejercía poder psicológico.
La banda que yo capitaneaba se dedicaba a robar en las tiendas, bajarles las bragas a las chicas, y cosas por el estilo.
No soy un tipo duro. Siempre me ha hecho falta una fachada para protegerme de la neurosis de los demás. En realidad, soy un tipo débil y muy sensible.

Julia, mi madre, me regaló mi primera camisa de colores. Empecé a ir a visitarla. Se convirtió para mí en una especie de tía joven, o hermana mayor.

Brigitte Bardot se convirtió en el amor de mi vida, a finales de los cincuenta. Todas mis novias morenas padecieron una constante presión para que se convirtieran en Brigitte. Para cuando me casé con mi primera mujer, Cynthia, que era morena, ya se había convertido en una rubia de cabello largo con el flequillo de rigor. 
Unos años después conocí a la Brigitte real. Yo iba de ácido y ella estaba acabada.

En mi casa nunca se ponía la radio, así que llegué al pop algo tarde. Yo sólo lo oía en otras casas. Las revistas de música decían que Elvis Presley era fantástico. Cuando lo oí, casi me muero. Me pareció increíble. Soy un fan de Elvis porque en realidad fue él quien me sacó de Liverpool. En cuanto lo oí y entré en la historia… aquello era vida, no había nada más. Solo podía pensar en el rock and roll, aparte de sexo, comida y dinero; pero en el fondo, todo es lo mismo.
El rock era real, todo lo demás era irreal. De todo lo que estaba pasando cuando tenía quince años, fue lo único que me llegó al alma.

Cuando tenía dieciséis, mi madre me enseñó música. Al principio utilizaba una guitarra prestada. No sabía tocar, pero mi madre me compró una de una casa de venta por catálogo. Tocaba la guitarra como un banjo, sin usar la sexta cuerda.
Cuando tuve la guitarra, tocaba un rato, la dejaba y luego volvía a tomarla. Tardé unos dos años en llegar a tocar sin pensar. Creo que recibí una clase, pero se parecía tanto al colegio que lo dejé. Aprendí sobre todo pillando trocitos de aquí y allá.

Lo mejor que Mimi dijo fue: “La guitarra está bien como hobby John, pero nunca te ganarás la vida con ella”. Unos fans americanos grabaron la frase en acero y se la enviaron. La tiene en la casa que le compré, en un sitio donde no puede perderla de vista.

Al final hicimos un grupo con chicos del colegio. Creo que el tío que tuvo la idea no llegó a entrar.
El grupo se llamó The Quarry Men. Le pusimos ese nombre por mi instituto Quarry Bak. Yo era el único que tocaba un instrumento de verdad, es decir, los demás tocaban instrumentos fabricados con cuerdas, pinzas y esas cosas.

Sea como sea, siempre suspendíamos, nunca hacíamos nada y mi amigo Pete estaba muy preocupado por su futuro. Yo le decía: “No te preocupes, todo irá bien”, a él y a la banda que me seguía entonces. Siempre creía que pasaría algo. No hacía planes para el futuro. No estudiaba para los exámenes. Nunca ahorré unas perras, no era capaz. Así que era el típico chaval de quienes los padres de otros chicos decían: “No vayas con él”. Porque sabían cómo era yo.

Mimi me había dicho que al fin lo había logrado: ya era un auténtico teddy boy. A todo el mundo le parecía mal, no sólo a Mimi. 
Ese fue el día que conocí a Paul.

Le conocí a través de Ivan. Por lo visto, él sabía que Paul siempre andaba intercambiando música y pensó que sería una buena adquisición en el grupo. Y un día que estábamos tocando, lo trajo. Los dos nos compenetramos muy bien. Otro amigo mutuo dijo: “Creo que vosotros dos os llevaréis muy bien.” Hablamos después de la actuación y vi que tenía talento.
Paul sabía tocar la guitarra, la trompeta y el piano. Con eso no quiero decir que tuviese más talento, pero su educación musical era mejor. Cuando nos conocimos yo sólo sabía tocar la armónica y dos acordes en la guitarra. Paul me enseñó a tocar bien, pero tuve que aprender los acordes con la mano izquierda porque él es zurdo; los aprendía al revés y al llegar a casa los invertía.

Me impresionó mucho ver tocar a Paul. Me dije: “Es tan bueno como yo.” Hasta entonces yo había sido la piedra angular. En aquel momento, pensé: “Si le digo que entre en el grupo, ¿qué pasara?” Pero era bueno, así que valía la pena tenerlo. Además se parecía a Elvis. Me cayó bien. Me volví hacia él ya en aquél primero encuentro y le dije: “¿Quieres entrar en el grupo?” Y por lo que recuerdo, al día siguiente dijo “sí”.

George entró a través de Paul.
Paul me presentó a George y yo tuve que decidir si lo dejaba entrar. Le oí tocar y le dejé entrar y nos quedamos los tres. El resto del grupo prácticamente fue expulsado.

Le pedimos a George que entrar porque sabía más acordes, muchos más que nosotros. Nos fue de mucha ayuda. Nos saltábamos las clases e íbamos a casa de George a pasar la tarde. George parecía aún más joven que Paul, y Paul aparentaba unos diez años, con su cara de niño.
George parecía demasiado joven y al principio yo no quería saber su edad. No  me cayó bien hasta más tarde.

Paul y yo conectamos enseguida. Yo estaba un poco preocupado porque mis viejos colegas se iban y llegaba gente nueva como Paul y George, pero pronto nos acostumbramos los unos a los otros.

Cuando dejé Quarry Bank me apunté a la escuela de artes y oficios de Liverpool. No me acababa de entusiasmar, pero decidí hacer el esfuerzo y tratar de llegar a algo. Fui porque no parecía que hubiera esperanza en mí en ningún otro campo y era casi lo único que podía hacer. Pero allí tampoco me fue bien, porque soy perezoso.

A mi madre la mató un policía borracho fuera de servicio, cuando ella volvía de casa de mi tía, donde yo vivía. Yo no estaba allí en ese momento. Estaba en la parada del autobús, y el tipo la atropelló con el coche.
Fue lo peor que me ha pasado nunca. Julia y yo habíamos llegado a entendernos bien, en sólo  unos años. Podíamos hablar. Nos llevábamos bien. Ella era genial. Yo pensaba: “Mierda, mierda, mierda, mierda. Todo se ha jodido. Ya no tengo que rendirle cuentas a nadie.”
Fue otro gran trauma. La perdí dos veces: una vez cuando me llevaron a vivir con mi tía, y otra vez a los diecisiete, cuando murió. Fue muy traumático para mí. Pasé una temporada terrible. Me quedé muy, muy amargado.

Siempre he sospechado que había un Dios, incluso cuando me consideraba ateo. Por si acaso. Lo creo, así que soy todo compasión, pero aún así hay cosas que te molestan. Sólo que odio las cosas con menos rabia que antes. Ya no estoy tan amargado, quizá porque he escapado un poco. Creo que la sociedad está controlada por unos dementes con objetivos absurdos. Supongo que ya me había dado cuenta a los dieciséis, o incluso antes, a los doce, pero lo he expresado de maneras distintas a lo largo de mi vida. Siempre estoy expresando lo mismo, pero ahora puedo formularlo así: creo que nos gobiernan unos maníacos con fines maníacos. Podrían encerrarme sólo por decir esto. Ahí radica la demencia.

No me da miedo morir. Estoy preparado para la muerte porque creo en ella. Pienso que sólo es como salir de un coche para montar en otro.

Adquirí más confianza y empecé a pasar de Mimi. Me iba largas temporadas, me vestía como me daba la gana. Siempre estaba encima de Paul para que pasara de su padre y se vistiera como quisiese. Su padre, a mis espaldas, hacía lo posible porque me echaran del grupo, según me enteré años después. Decía: “¿Por qué no os deshacéis de ese John? No hace más que crear problemas.”

Al final, vivía de cualquier manera.

Mi educación dejó mucho que desear; lo único que aprendimos fue a temer y a odiar, sobre todo al otro sexo. De adolescente sólo veía películas donde los hombres pegaban a las mujeres. Así se hacía, eso era de machos. Tardé mucho tiempo en librarme de aquello.
Mi infancia no fue tan terrible. Yo siempre iba bien vestido, estaba bien alimentado e iba al colegio, y me crié como cualquier buen chico inglés de clase media baja. Eso hacía distintos a The Beatles, el que George, Paul y John fueran chicos con estudios. Hasta entonces, todos los rockeros habían sido, en esencia, negros y pobres; y los blancos, camioneros, como Elvis. 
Lo más curioso de The Beatles era que todos habíamos estudiado y no éramos camioneros. Paul podría haber ido a la universidad. Siempre fue un buen chico. Aprobaba los exámenes. Podría haber llegado a ser, no sé… el doctor McCartney.






¿Quién sabe de dónde salieron The Beatles?
Es como la eterna pregunta de por qué tomas este camino  y no aquel otro…

domingo, 25 de marzo de 2012

Paul McCartney y la muerte de John Lennon.

La expresión de su cara la asustó.
Linda acababa de llevar a las niñas al colegio en coche y no había puesto la radio ni escuchado las noticias ni oído nada más allá de la alegre cháchara matinal de la casa de los McCartney.
Entonces llegó a casa y se encontró a su marido sentado en la escalera al frío de Diciembre, con un rictus en su cara que no era tanto triste como sencillamente inexpresivo. Conmoción, incredulidad, horror… Eso fue lo que vio incluso a distancia.
El mánager de Paul había llamado desde Londres con la terrible noticia procedente de Nueva York. Paul salió de la casa a esperar a Linda hasta que llegara a casa y poco después llamó a Yoko.
Paul estaba trabajando de nuevo con George Martin; tenía la esperanza de que al recuperar una de las caras familiares de los años de los Beatles su musa se refrescaría. Habían empezado a trabajar hacía unas semanas, entusiasmados por revivir la chispa, felices de volver al lugar al que habían pertenecido en una ocasión, como dijera alguien alguna vez. Esa tarde se saludaron con tristeza e intentaron encontrar las palabras para decir algo, lo que fuera, que tuviera sentido. Tal vez rememoraran un poco los viejos tiempos, buscando una manera de reírse.
Cuando Paul salió del vestíbulo del estudio aquella tarde se vio rodeado al instante por una bandada de periodistas. Habló poco, intentando esquivar a la multitud y meterse en su coche, pero hasta la última cámara se lanzó sobre su cara y hasta el último periodista quiso saber cómo se sentía, cómo se sentía de verdad, después de haberse enterado de que John Lennon había sido asesinado.

Paul se estremeció, y bajo la dura luz de la noche urbana su palidez se hizo más intensa. ¿Había palabras para describir lo que habían hecho? ¿Alguien podía describir lo que se había destruido, lo que le habían arrancado? ¿Ante las cámaras, ante la exigencia de que hablara, de que dijera lo primero que se le viniera a la cabeza, en veinticinco palabras más o menos?  No había motivo ni era lógico, y ninguna palabra sería lo bastante grande para expresar el dolor, mucho menos las esquirlas de amor, ira, odio, belleza, culpa, cólera y añoranza que aquello había hecho explotar. ¿Que cómo se sentía? ¿Que cómo se sentía?
- “Es un latazo, ¿no?
Paul se metió en el coche y cerró la puerta de un portazo. El coche se apartó de la acera y él partió hacia la negrura de una noche invernal y de un futuro que nunca imaginó que le estaría aguardando.

No se suponía que tenía que terminar así. Meses, años, incluso decenios más tarde, seguía sin tener sentido. Ellos todavía no habían terminado las cosas; no habían encontrado el camino de regreso a la armonía que tanto significado había introducido en sus vidas; un sonido que se había elevado desde sus bocas y lo bastante poderoso para lanzarlos alrededor del mundo. Habían descubierto el poder juntos, aunque Paul se había ido por su cuenta y lo había hecho bien, nunca fue lo mismo. Todo lo bueno que había conseguido con los Wings no importaba, no importaba lo mucho que se había divertido, no importaba todos los aplausos que había recibido; estaba muy bien, nada más. A veces, incluso era fantástico. Pero nunca verdaderamente mágico.

El sueño se acabó”. Lo había dicho John, y para la mayoría del mundo se estaba refiriendo al grupo pop, a la obsesión de los medios de comunicación, a una locura a escala mundial. Pero para Paul el sueño era la amistad que habían compartido, el vínculo que lo había resucitado después de la muerte de su madre y lo había acompañado durante toda la adolescencia hasta la edad adulta, y más tarde a una vida de desafíos y premios que sobrepasaron cualquier experiencia humana anterior. Gran parte de aquello tenía un carácter abstracto para ellos: solo un rugido lejano y unos astronómicos números en una hoja de balance que apenas miraron alguna vez. Pero John sí importaba. El brillo de sus ojos, la manera de asentir con la cabeza. “Ya está”, decía, y entonces Paul ya no tenía que preguntarse a sí mismo. El único crítico del que verdaderamente le importaba obtener su beneplácito, y todo lo demás no era más que todo lo demás.

Nadie pensó en eso. Nadie había estado allí con ellos en aquellas tardes en el salón de su casa, ni con los mástiles de sus guitarras a centímetros una de otra en la escalera delantera de Mimi, las voces sonando al unísono, la sangre latiendo al mismo ritmo y la mirada fija en la misma versión. ‘Ése’ era el sueño que habían compartido; ‘eso’ era lo que importaba. Quizá John se hubiera ido creyéndolo también. Nunca dejó de importarle el sueño, jamás dejó de comprar los discos piratas y todos los viejos recuerdos. Y luego estaba aquel día, cuando estaban en lo más profundo de la amargura, a principios de la década de 1970, en que John se había estado paseando por Nueva York con una de aquellas viejas chapas con la inscripción TE QUIERO, PAUL, y cierto hippie se le había acercado, exigiendo saber por qué llevaba aquello, ¿estaba de broma? John ni siquiera pestañeó: “¡Porque quiero a Paul!”.
En su fuero interno se querían, y quizás esa fue la razón de que siguieran atrayéndose mutuamente, arrastrados hacia la misma idea que el resto del mundo anhelaba ver hecha realidad.
Aunque John criticó en numerosas ocasiones a su compañero, en la entrevista de Playboy, fue tan generoso con sus elogios como con sus críticas y, como era norma en él, sus palabras tocaron el punto sensible de Paul al que nadie más sabía llegar. Paul quería, incluso puede que ansiara, aquella interacción, aquella conexión con la persona en la que más confiaba para ver en su interior y separar la brillantez de la estupidez. Paul lo necesitaba, en ese momento más que nunca.
Y entonces aquello había desaparecido, arrancado de pronto, de forma brutal, antes de que hubieran tenido la más mínima oportunidad de hablarlo para enderezar las cosas. John estaba muerto, y Paul estaba destrozado. “Estoy desecho, furioso y muy triste”, dijo, en una declaración publicada poco después del fiasco. Lo que le afloró en esa ocasión fue una frase tan directa como atormentada: “A veces se mostraba bastante grosero cuando hablaba de mi, pero en mi fuero interno lo admiraba por ello. Es incuestionable que éramos amigos… Quería de verdad a ese tío”.

John, y su historia por ambos compartida, estaba tan presente en su cabeza que Paul podía pasarse un día en el estudio cantando para él y olvidarse casi de lo que había ocurrido. Entonces, una tarde, avanzado el año 1981, se sintió invadido de repente por un sentimiento de terror “¿Sabes?, John ha muerto. John ha muerto… Me acabo de dar cuenta. Ya no está aquí”. Acababa de caer en la cuenta de que aquel tipo con el que había hecho tantas cosas, con el que había cambiado el mundo, con el que había crecido, al que había amado más que a nadie después de Linda, ya no iba a estar allí nunca más.
Aquella toma de conciencia espoleó Here Today, la única canción explícitamente dirigida al hombre cuya amistad siempre había significado más que la de ningún otro. Paul reflexiona sobre el amor que los había sustentado en su juventud, pero también sobre la distancia y el desdén que caracterizaron los últimos años. ¿Admitiría John en algún momento que Paul siempre había sido su amigo? ¿O sencillamente se burlaría y lo despreciaría, como había hecho sólo semanas antes de su muerte? Paul miraba al pasado para encontrar una verdad que lo guiara por el cruel presente.

<< I really loved you and was glad you came alone. Then you were here today, for you were in my song>>.

Más que una canción, Here Today era una revelación, una descripción lúcida de la amistad más importante de la historia de la música popular desde la perspectiva del único de sus miembros que quedaba. La canción lleva a Paul a las alturas por las que anteriormente había paseado con tan poco esfuerzo durante tanto tiempo, a aquel tiempo en que John caminaba a su lado…




















Paul McCartney, La Biografía, por Peter Ames Carlin.

lunes, 30 de enero de 2012

Paul McCartney, Milán 27/Nov/2011.



Paul McCartney 2012
Lleva un traje oscuro con el cuello levantado. El color de su pelo es de un castaño sobrenatural, lo que le hace parecer más joven, aunque de manera casi surrealista. Pero lo más importante es que tiene su bajo Höfner colgado de su cuello y esto hace que parezca – y que casi se sienta – eternamente joven. Como bien él sabe, es el instrumento lo que le ves sujetar cuando cierras los ojos. Si el rock and roll tiene algún símbolo icónico, el bajo Höfner con forma de violín de Paul McCartney es uno de ellos. Su Excalibur. No es que sea exactamente la clave de su pasado, pero que lo conserve y que lo exhiba con tanta frecuencia te indica algo.
Un estallido de percusión. Esta canción no la escribió él, pero la hizo suya hace casi cincuenta años al tocarla con unos amigos en un frío y húmedo sótano. Nadie hablaba entonces de historia, nadie pensaba entonces en iconos ni leyendas. Tenían tres acordes, una batería y cierta idea tonta y desenfrenada sobre menear la cintura y agitar sus cabezas al unísono de un grito desgarrador.
Allí fue donde empezó todo para Paul y sus amigos. Y luego llegaron los demás sitios: un sótano más grande, un club nocturno encharcado de cerveza en Hamburgo, un salón de baile, un auditorio, más auditorios, Londres, París y Nueva York. Y después, todo el Mundo. 
Y de buenas a primeras, desaparecieron. Hubo una vida,  un hogar, mujer, niños y todo lo demás, aunque siguieron las luces, las cámaras y la música.

Y ahora está ahí de pie, con el cuerpo retorcido como entonces, los dedos bailoteando sobre los trastes del Höfner, la voz en un lamento, porque quiere contarnos su historia. Lo que está ahí arriba del escenario es toda su vida, pasando por nuestros oídos y por nuestros ojos, y por los de él.
Y ahora retrocedemos hasta Drive my Car, y ahí están John y Paul haciendo piña junto al piano, convirtiendo una idea vaga y cierta pose en un rock provocativo sensual que habla de lujuria, dinero y poder. Y componer esta canción les llevo, ¿cuánto?, ¿dos horas? Incluyendo un descanso para tomar el té.
Ay, pero ahora nos detenemos para recordar a George en una versión para ukelele de Something. Es dulce y aun extraña. Paul toca de forma bastante más seria sus clásicos Penny Lane y Hey Jude, y con aún más seriedad Yesterday, ese regalo del inconsciente cuya melancolía parece brotar directamente de la pérdida que lo asoló en la adolescencia. Let it Be cuenta otra versión de la misma historia – aquí, la madre, Mary, adopta su forma real –, y a continuación viene otro tributo, éste bastante más complejo emocionalmente.
I read the news today, oh, boy…
Nunca antes había hecho una versión en directo de A Day in the Life, acaso la grabación más complicada que los Beatles jamás emprendieron. Es, en muchos aspectos, el verdadero apogeo de su colaboración con John Lennon, el impecable matrimonio entre la melancolía existencial de un hombre y la picardía surrealista de otro. 
Y entonces se produce un rápido giro y la banda prorrumpe en un frenético modo de himno para atacar con Give Peace a Change, de su amigo John . 
All we are saying… 
Paul agita las manos para hacer que la multitud cante aún con más fuerzaExtasiados, los espectadores rugen y agitan sus brazos en señal de tributo a un héroe caído, a un santo, a un mártir. Paul es lo que pretende, aunque también sea lo que le enloquezca un poco.
Y volvemos al punto de partida, a aquellos muchachos sudorosos, tan llenos de vida y alegría que ni siquiera sospechaban adónde estaba a punto de conducirles todo esto.
A-one, two, three-fah!..

Es hora de acabar el espectáculo, así que vamos a regresar al mismísimo principio, a los cuatro amigos de clase obrera que no tenían más que unos cuantos acordes, unos instrumentos baratos y la ambición de no acabar en un trabajo de verdad. Paul ahora tiene una nueva banda, aunque las descomunales pantallas de vídeo que tiene detrás vuelven a mostrar a los Beatles, allá en sus orígenes, corriendo, brincando y bailando entre ellos, de los brazos de uno a los del otro, dando vueltas frenéticamente. Eran tan jóvenes entonces, se querían tanto y se sentían tan arrebatados por el alegre ruido que les llegaba con tanta felicidad…. Paul grita a voz en cuello con todas sus fuerzas, el lugar se agita, las pareces del estadio tiemblan literalmente con el ritmo.

Pero lo que todo el mundo está mirando de hito en hito es esa vieja película, y Paul tampoco puede evitar echar una mirada por encima del hombro. El aspecto que tenían entonces, la manera en la que sonaban, el amor que transmitían… Bueno, era algo incomparable.



Paul McCartney, La Biografía, Peter Ames Carlin.