La expresión de su cara la asustó.
Linda acababa de llevar a las niñas al colegio en coche y no había puesto la radio ni escuchado las noticias ni oído nada más allá de la alegre cháchara matinal de la casa de los McCartney.
Entonces llegó a casa y se encontró a su marido sentado en la escalera al frío de Diciembre, con un rictus en su cara que no era tanto triste como sencillamente inexpresivo. Conmoción, incredulidad, horror… Eso fue lo que vio incluso a distancia.
El mánager de Paul había llamado desde Londres con la terrible noticia procedente de Nueva York. Paul salió de la casa a esperar a Linda hasta que llegara a casa y poco después llamó a Yoko.
Paul estaba trabajando de nuevo con George Martin; tenía la esperanza de que al recuperar una de las caras familiares de los años de los Beatles su musa se refrescaría. Habían empezado a trabajar hacía unas semanas, entusiasmados por revivir la chispa, felices de volver al lugar al que habían pertenecido en una ocasión, como dijera alguien alguna vez. Esa tarde se saludaron con tristeza e intentaron encontrar las palabras para decir algo, lo que fuera, que tuviera sentido. Tal vez rememoraran un poco los viejos tiempos, buscando una manera de reírse.
Cuando Paul salió del vestíbulo del estudio aquella tarde se vio rodeado al instante por una bandada de periodistas. Habló poco, intentando esquivar a la multitud y meterse en su coche, pero hasta la última cámara se lanzó sobre su cara y hasta el último periodista quiso saber cómo se sentía, cómo se sentía de verdad, después de haberse enterado de que John Lennon había sido asesinado.
Paul se estremeció, y bajo la dura luz de la noche urbana su palidez se hizo más intensa. ¿Había palabras para describir lo que habían hecho? ¿Alguien podía describir lo que se había destruido, lo que le habían arrancado? ¿Ante las cámaras, ante la exigencia de que hablara, de que dijera lo primero que se le viniera a la cabeza, en veinticinco palabras más o menos? No había motivo ni era lógico, y ninguna palabra sería lo bastante grande para expresar el dolor, mucho menos las esquirlas de amor, ira, odio, belleza, culpa, cólera y añoranza que aquello había hecho explotar. ¿Que cómo se sentía? ¿Que cómo se sentía?
- “Es un latazo, ¿no?”
Paul se metió en el coche y cerró la puerta de un portazo. El coche se apartó de la acera y él partió hacia la negrura de una noche invernal y de un futuro que nunca imaginó que le estaría aguardando.
No se suponía que tenía que terminar así. Meses, años, incluso decenios más tarde, seguía sin tener sentido. Ellos todavía no habían terminado las cosas; no habían encontrado el camino de regreso a la armonía que tanto significado había introducido en sus vidas; un sonido que se había elevado desde sus bocas y lo bastante poderoso para lanzarlos alrededor del mundo. Habían descubierto el poder juntos, aunque Paul se había ido por su cuenta y lo había hecho bien, nunca fue lo mismo. Todo lo bueno que había conseguido con los Wings no importaba, no importaba lo mucho que se había divertido, no importaba todos los aplausos que había recibido; estaba muy bien, nada más. A veces, incluso era fantástico. Pero nunca verdaderamente mágico.
“El sueño se acabó”. Lo había dicho John, y para la mayoría del mundo se estaba refiriendo al grupo pop, a la obsesión de los medios de comunicación, a una locura a escala mundial. Pero para Paul el sueño era la amistad que habían compartido, el vínculo que lo había resucitado después de la muerte de su madre y lo había acompañado durante toda la adolescencia hasta la edad adulta, y más tarde a una vida de desafíos y premios que sobrepasaron cualquier experiencia humana anterior. Gran parte de aquello tenía un carácter abstracto para ellos: solo un rugido lejano y unos astronómicos números en una hoja de balance que apenas miraron alguna vez. Pero John sí importaba. El brillo de sus ojos, la manera de asentir con la cabeza. “Ya está”, decía, y entonces Paul ya no tenía que preguntarse a sí mismo. El único crítico del que verdaderamente le importaba obtener su beneplácito, y todo lo demás no era más que todo lo demás.
Nadie pensó en eso. Nadie había estado allí con ellos en aquellas tardes en el salón de su casa, ni con los mástiles de sus guitarras a centímetros una de otra en la escalera delantera de Mimi, las voces sonando al unísono, la sangre latiendo al mismo ritmo y la mirada fija en la misma versión. ‘Ése’ era el sueño que habían compartido; ‘eso’ era lo que importaba. Quizá John se hubiera ido creyéndolo también. Nunca dejó de importarle el sueño, jamás dejó de comprar los discos piratas y todos los viejos recuerdos. Y luego estaba aquel día, cuando estaban en lo más profundo de la amargura, a principios de la década de 1970, en que John se había estado paseando por Nueva York con una de aquellas viejas chapas con la inscripción TE QUIERO, PAUL, y cierto hippie se le había acercado, exigiendo saber por qué llevaba aquello, ¿estaba de broma? John ni siquiera pestañeó: “¡Porque quiero a Paul!”.
En su fuero interno se querían, y quizás esa fue la razón de que siguieran atrayéndose mutuamente, arrastrados hacia la misma idea que el resto del mundo anhelaba ver hecha realidad.
Aunque John criticó en numerosas ocasiones a su compañero, en la entrevista de Playboy, fue tan generoso con sus elogios como con sus críticas y, como era norma en él, sus palabras tocaron el punto sensible de Paul al que nadie más sabía llegar. Paul quería, incluso puede que ansiara, aquella interacción, aquella conexión con la persona en la que más confiaba para ver en su interior y separar la brillantez de la estupidez. Paul lo necesitaba, en ese momento más que nunca.
Y entonces aquello había desaparecido, arrancado de pronto, de forma brutal, antes de que hubieran tenido la más mínima oportunidad de hablarlo para enderezar las cosas. John estaba muerto, y Paul estaba destrozado. “Estoy desecho, furioso y muy triste”, dijo, en una declaración publicada poco después del fiasco. Lo que le afloró en esa ocasión fue una frase tan directa como atormentada: “A veces se mostraba bastante grosero cuando hablaba de mi, pero en mi fuero interno lo admiraba por ello. Es incuestionable que éramos amigos… Quería de verdad a ese tío”.
John, y su historia por ambos compartida, estaba tan presente en su cabeza que Paul podía pasarse un día en el estudio cantando para él y olvidarse casi de lo que había ocurrido. Entonces, una tarde, avanzado el año 1981, se sintió invadido de repente por un sentimiento de terror “¿Sabes?, John ha muerto. John ha muerto… Me acabo de dar cuenta. Ya no está aquí”. Acababa de caer en la cuenta de que aquel tipo con el que había hecho tantas cosas, con el que había cambiado el mundo, con el que había crecido, al que había amado más que a nadie después de Linda, ya no iba a estar allí nunca más.
Aquella toma de conciencia espoleó Here Today, la única canción explícitamente dirigida al hombre cuya amistad siempre había significado más que la de ningún otro. Paul reflexiona sobre el amor que los había sustentado en su juventud, pero también sobre la distancia y el desdén que caracterizaron los últimos años. ¿Admitiría John en algún momento que Paul siempre había sido su amigo? ¿O sencillamente se burlaría y lo despreciaría, como había hecho sólo semanas antes de su muerte? Paul miraba al pasado para encontrar una verdad que lo guiara por el cruel presente.
<< I really loved you and was glad you came alone. Then you were here today, for you were in my song>>.
Más que una canción, Here Today era una revelación, una descripción lúcida de la amistad más importante de la historia de la música popular desde la perspectiva del único de sus miembros que quedaba. La canción lleva a Paul a las alturas por las que anteriormente había paseado con tan poco esfuerzo durante tanto tiempo, a aquel tiempo en que John caminaba a su lado…
Paul McCartney, La Biografía, por Peter Ames Carlin.
Me conmovió este post...
ResponderEliminarWow, llore como loca. Muy bueno el post
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